En el intervalo que medió entre la filtración de un informe de la UCO que pedía investigar a la presidenta de Madrid y la noticia de que el juez no lo iba a hacer, en los pasillos de Génova, 13 tuvieron tiempo de despacharse. Así lo han contado crónicas como ésta de Montesinos, que recoge las opiniones de fuentes de la dirección nacional del partido. Cristina Cifuentes "ha bebido de su propia medicina", dijeron. Estaría "presa de su propia exigencia porque ha puesto muy alto el listón". Un listón que, enfatizaban, "puso ella". Esto es, para que quedara claro, un listón que no habían puesto ellos. ¡No tan alto! ¿Dónde vamos a ir a parar con un código ético tan exigente que, por ejemplo, obligue a dimitir a los investigados por corrupción?
En Génova, como en Moncloa, el instrumento ideal para afrontar los casos de corrupción propios es un código ético que no sea tan ético. Mejor aún, que ni siquiera sea código. Que sea una suerte de papel mojado que ponga el listón lo suficientemente bajo como para maniobrar, en cada momento, según factores externos: la presión que ejerzan otros partidos, el grado de escándalo mediático, los vaivenes de atención de la opinión pública. Si escampa, no problemo. Si cuela, cuela. Si no cuela, habrá dimisiones. Como pasó en Murcia. Esta es la manera de proceder. Es el modus operandi de un partido que ha renunciado a llevar la iniciativa en la depuración de responsabilidades por la corrupción que le afecta. ¿Que otros también? La cantinela "como todos lo hacen" no se puede elevar a justificación.
Es llamativo que en la cúspide del PP se piense o se diga que disponer de normas exigentes para lidiar con la corrupción es algo que debilita. Que debilita a quien establece y cumple esas normas. Esto, que es llamativo y es asombroso, muestra una escala de valores invertida. El primer valor en esa escala no es salvaguardar a las instituciones de la sospecha de corrupción, sino salvar el cargo (por no decir otra cosa) del sospechoso. ¿Debilidad? Aquello que es signo de debilidad es que la solidez de un partido dependa de montar defensas numantinas de investigados por corrupción. Bueno, hasta que tocan a retreta. Un procedimiento característico es dejarlos en el asador de la pena de telediario, mientras se despotrica contra ella urbi et orbi, y una vez que están bien quemados, darles el pasaporte.
Han pasado más de veinte años y se nota. En 1995, el entonces líder del PP, José María Aznar, obligó a dimitir a uno de sus barones regionales, Gabriel Cañellas, de las presidencias de la comunidad balear y del PP, por su responsabilidad política en un caso de financiación irregular del partido. Las crónicas de entonces dan cuenta de la resistencia de Cañellas, quien manifestó en el parlamento balear que no sabía muy bien "qué quería decir" la responsabilidad política. Esto no ha cambiado. Tampoco ahora saben o quieren saber muchos qué significa.
Cañellas no estaba imputado, había ganado las elecciones por mayoría absoluta, el partido regional le apoyó a muerte, y él amenazó veladamente con una escisión. Pero dimitió. Es decir, fue cesado. En puertas de las elecciones generales de 1996, Aznar no quería que aquel caso, el del túnel de Sóller, pudiera equipararse a la Filesa del PSOE, y comprometiera sus promesas de regeneración. Cuesta creer que hubiera un tiempo en que el código ético del PP era tan exigente que parecía un código ético. Fue quizá por poco tiempo, pero fue. Fue y no es.