Uno de los mayores problemas de gran parte de la élite política española es no haber creído que se puede dar, y que puede triunfar, un golpe como el que está impulsando el poder fáctico instalado en la Generalitat. Un golpe que no solamente es un golpe a la democracia ni sólo, que ya es mucho, un golpe de Estado. Es un golpe que pretende acabar con el Estado y la nación. Como todos los golpes, por su propia naturaleza, implica y presupone quebrantar la ley. No se dan golpes dentro de la ley, ni un poquito dentro y otro poquito fuera de la ley.
Creer que lo del 1 de octubre era una performance más, una suerte de 9-N bis, y que al día siguiente, una vez desahogado el furor del procés, se podría volver a cierta normalidad institucional, era una creencia confortable y suicida. Esa creencia ya estaba desmentida por todo lo sucedido desde las bochornosas sesiones en el Parlamento catalán a primeros de septiembre. Pensar que quedaban algunas briznas de respeto a la legalidad democrática, y de responsabilidad, en quienes okupan el Gobierno de Cataluña era de una ingenuidad absurda. Bueno, no del todo absurda, puesto que respondía a una ceguera voluntaria. La de cerrar los ojos a algo que ya se veía inevitable antes del 1-O: que el Estado tenga que usar todos los medios legales y constitucionales, incluida la fuerza legítima que le corresponde, para parar el golpe.
En Cataluña hay una situación de doble poder. La hay claramente ahora, y la hay con claridad desde hace semanas. El que todavía funge como Gobierno autonómico no sólo está fuera de la ley sobre el papel; también lo está en los actos. Su desobediencia a las órdenes judiciales ha traspasado la línea de la sedición al promover la toma tumultuaria de colegios que no eran ni podían ser electorales, así como de las calles, con el fin de establecer que el poder insurrecto es el que tiene el control del territorio.
De su catadura moral, aunque conocida, da la medida el hecho de que incitaran a la presencia de yayos y niños, a modo de escudos humanos, a sabiendas de que se tendría que emplear la fuerza para desalojar los colegios. A sabiendas, esto es, de que la policía autonómica no iba a hacer cumplir las órdenes judiciales y no los iba a cerrar. Esa actuación (o falta de) de los Mossos, sin duda ordenada por su mandos, agrava la situación de doble poder.
Después de lo sucedido el 1 de octubre, uno podía pensar que la ingenuidad autocomplaciente iba a disiparse y que la ceguera voluntaria daría paso a la visión, desagradable pero realista, de lo que está en juego y de las situaciones que habrá que encarar para impedir que el poder que detentan los promotores del golpe se imponga al poder legal y legítimo del Estado. Pero no.
Hay dirigentes políticos que están propugnando el diálogo con los golpistas, es decir, que están ofreciéndoles alguna recompensa. Hay un Gobierno que cree que con un poquito de por favor se puede volver a la normalidad de antes. Y hay, en ambos grupos de nuestra élite política, una patente renuencia a emplear los medios constitucionales disponibles para impedir, al menos, que el golpe se siga dando desde la sede de la Generalitat.
Al contrario que muchos, yo no pienso que la aplicación del artículo 155 hace semanas nos hubiera ahorrado tumultos en la calle ni el intento de hacer lo que llamaron referéndum: en realidad movilización de masas para proclamar la secesión. Eso no quiere decir que no hubiera debido aplicarse. Quiere decir que no hay que caer en la ingenuidad de pensar que los golpistas iban a acatar su aplicación. Es más, si se aplica ahora –y debe aplicarse cuanto antes–, hay que esperar que Puigdemont y Junqueras hagan lo mismo que hicieron con la orden judicial sobre el 1-O. Se declararán en rebeldía. Contemos con ello.
No, la aplicación del 155 no será tan fácil como enviar un documento por burofax. No será aprobarlo y ya está. Pero si el Gobierno y el primer partido de la oposición no quieren que sus nombres aparezcan en los libros de Historia como los que permitieron que una pandilla de fanáticos y corruptos acabara con la España que conocemos, tendrán que hacerlo. Tendrán que aprobarlo y hacer efectiva su aplicación. Ni será fácil ni será agradable, pero si no lo hacen, la que se hará efectiva es la secesión. Y añado una coda para el PP y el PSOE. No es lo que hoy tiene que importarnos más a los ciudadanos españoles, pero lo digo por si fuera lo que más les importa a ellos: si sucediera lo peor, esos partidos y sus dirigentes no sobrevivirán.