Entiendo que quienes creen que Cataluña es una región sometida a toda suerte de maltratos, agravios, opresiones y represiones infligidos por España reclamen un referéndum para separarse de un Estado tan malvado. Entiendo a los separatistas catalanes que dan por cierto un relato tan increíble, aunque no entienda cómo pueden creer tal montón de falsedades. Y, como no los tengo ni por irremediablemente tontos ni por completos ingenuos, me pregunto si lo suyo no será tanto una verdadera creencia como una creencia impostada: un artificio que cubre un supremacismo auténtico. Pero hay algo que decididamente se me escapa, y no de los separatistas, que son simples. No entiendo que estén a favor de un referéndum de autodeterminación en Cataluña los que denuncian la montaña de mentiras en la que ha crecido la exigencia del referéndum.
El escritor Javier Cercas daba ese salto –mortal para la coherencia, al menos– en un artículo (versión en español aquí) en el New York Times hace un par de días. Exponía cómo los "nacionalistas conservadores" que han tenido el poder en Cataluña utilizaron el "control exclusivo" del que disfrutaba la autonomía en educación, lengua o cultura (olvidaba a los medios) para desarrollar una "minuciosa, subrepticia y desleal estrategia de construcción nacional". Decía que, en 2012, esos nacionalistas abrazaron la causa de la independencia porque, en medio de una grave crisis económica, les convenía culpar de todo a Madrid y tapar la impresionante corrupción de sus dirigentes. Y hablaba, en fin, de "las toneladas de mentiras que se fabricaron con fondos públicos y fueron difundidas por la causa pro-independencia".
Hasta aquí me parecía un artículo impecable, cosa que me sorprendió. Cercas está en un bando literario o periodístico (no sé bien donde ubica su actividad) que no es el mío, y este tipo de bandos son mucho más cerrados y hostiles, dónde va a parar, que los bandos políticos. La sorpresa duró poco. A la hora de las soluciones, que es una hora feliz porque implica que las hay, Cercas se pronunciaba por dos a largo plazo. Una reforma constitucional para hacer de España un país plenamente federal. Vaya usted a saber. Y establecer las condiciones para que Cataluña pueda tener un referéndum de independencia siguiendo el modelo de la Ley de Claridad canadiense.
O sea. Se dice que el nacionalismo catalán usó el poder autonómico para labores de ingeniería social destinadas a fabricar nacionalistas, y por ende separatistas. Se denuncia que aquella estrategia subrepticia, más todo lo que después se hizo ya en clave independentista, está fundado en mentiras. Se constata que no hay agravios ni opresión ni represión ni maltrato que fundamenten el berrinche separatista. Sin embargo, pese a todo ello, se propone que aceptemos la existencia de justificación suficiente como para darles lo que quieren: un referéndum de independencia. ¿Cuál es la lógica? ¿Basta que en una región haya un porcentaje notable de ciudadanos que quieran separarse para que se les ceda la soberanía y decidan ellos solitos si se van o se quedan?
Esa lógica presenta muchos problemas. Los presenta en todos los casos. En el caso catalán, con un nacionalismo que pudo dedicarse durante muchos años a la "construcción nacional", en detrimento de valores esenciales de la democracia, el problema es previo. Porque la propia demanda del referéndum ha surgido de las toneladas de mentiras nacionalistas. Si aceptamos esa demanda estamos diciendo que son legítimas las reclamaciones nacidas de las falsedades, las incitaciones al odio y el silenciamiento del discrepante. Estamos diciendo que cuando mucha gente ha caído –o ha querido caer– en las redes del odio y la mentira tenemos que satisfacer la exigencia engendrada por esa ofuscación. Que no podemos hacer nada, salvo inclinarnos ante la demanda. Por injusta, aberrante o catastrófica que sea.
No es un buen criterio. La cuestión es cómo se llega a defender tal cosa cuando se tiene claro de qué manera y con qué malas artes se ha gestado la exigencia de un referéndum en Cataluña. Yo sólo lo puedo entender por el espejismo de la solución. Y ni así. Pensar que un referéndum es la solución no es más que otra quimera. Peor aún que creer que la política tiene soluciones definitivas para todos los problemas.