La lucha contra la corrupción se ha sustanciado, en nuestros partidos políticos, en un grito de guerra contra el adversario. El PSOE y el PP, en especial, aunque no son los únicos manchados, se baten en el fango a la voz de "tú eres más corrupto que yo". Gestionan sus inmundicias, ya sean probadas o presuntas, mediante el procedimiento de ensuciarse mutuamente. El detergente para lavar las corruptelas propias son las corruptelas del partido de enfrente, siempre más graves, desvergonzadas y cuantiosas, por supuesto. Si en el parlamento andaluz, se habla de los ERE, los de Griñán le echarán en cara a Arenas la trama Gürtel y si en alguna autonomía del PP, se le reprocha la Gürtel, los populares replicarán con los ERE andaluces, y así sucesivamente.
Extraña forma ésa de lidiar con la corrupción. Extraña desde la ejemplaridad que debe de ser norma en el ejercicio del servicio público, aunque también desde la impura perspectiva política. Pues un partido, al entregarse al "tú más", no sólo reconoce involuntariamente que "él también", sino que emborrona y desvía la responsabilidad. Asume, de facto, que los negocios sucios practicados a la sombra del poder son responsabilidad colectiva del partido y no de los individuos que los realizan. Cuando las cúpulas directivas se atrincheran en la defensa de –y en la inacción ante– imputados de los que hay serios indicios de delito o de conductas reprobables, están cargando el peso de la falta sobre el partido en su conjunto. Y aún se quejarán luego de la desconfianza en los políticos.
Al convertir la corrupción en una causa más de confrontación entre partidos, es posible que conserven y hasta exciten el entusiasmo de los seguidores acérrimos, siempre persuadidos de que los suyos son víctimas de una campaña orquestada por el rival. Pero el efecto último de esa pelea es consolidar una perversa noción de igualdad: todos los partidos son iguales en la corrupción. Tanto se ha extendido la idea, que las ollas podridas que se destapan no afectan prácticamente a la intención de voto. Y es que si todos son corruptos, nadie lo es. El convencimiento de que todos lo hacen proporciona impunidad política. Y la impunidad política sólo puede incentivar las malas costumbres. En esas condiciones, sólo un optimista antropológico dejaría a la voluntad de los partidos la labor de erradicarlas. Claro que el remedio se vislumbra lejano, pues no sería otro que limitar el poder de los partidos y reducir el dinero de disponen los gobiernos. O sea, el programa regeneracionista que no veremos.