Con la dimisión del director de la Academia de Cine, le ha salido al doméstico y domesticado establishment del ramo un temible foco de disidencia. Así se deduce de la agria reacción de quien manda en esas dependencias, que no es otra, al parecer, que la ministra de Cultura. Dónde se ha visto que un subalterno se declare en franco desacuerdo. Eso es motín y sedición y está penado por ley de Sinde. Para empezar, con la desaparición ipso facto de la oveja negra, tan desagradecida ella. Pues la ministra ha hecho saber que se sentiría incómoda si durante la Gala de los Goya aún ocupara el faccioso formalmente el cargo. Imagine cuán incómoda se sentiría una de sus predecesoras, Pilar del Castillo, en aquellos Goya dedicados a propinar garrotazos al Gobierno del PP. Pero no se vaya a perturbar la paz de la sensible guionista de Mentiras y gordas. ¡Fuera el traidor revisionista!
Aun a falta de conocer en detalle cuál es la posición de Álex de la Iglesia sobre la pactada ley antidescargas se entiende que lo suyo no tenga perdón. Alguien dispuesto a contrastar sus ideas con otras opuestas, a informarse a conciencia de la materia a debate, a cambiar de opinión por propia y soberana decisión y no por orden de nadie, es un auténtico peligro público. Si cundiera el ejemplo de albergar dudas sobre lo indudable e intentar despejarlas uno por su cuenta, ¿qué sería de la secta que se arroga la representación de la cultura? Estamos, desde luego, ante un hecho insólito. Estamos ante la aparición de un espécimen raro en estas tierras y anómalo en "el mundo del cine": ¡un individuo! En esa cofradía habrá gentecilla, habrá personajes y habrá sujetos, pero individuos, de ninguna manera. Qué excentricidad.
No quedan, ahí, sin embargo, los graves errores del renegado. La jefa de la Cultura oficialista le condena por no comulgar con "una decisión democrática" adoptada por tres partidos políticos con millones de votantes. De modo que, según esa mentalidad rudimentaria y antiliberal que equipara las decisiones de la mayoría con la razón y la verdad, hay que colgarle al díscolo el sambenito de "enemigo del pueblo". Si esto fuera Inglaterra, una pediría que al cineasta desafecto se le concediera el título de Sir. Como no lo es, que se le ponga su nombre a alguna calle. Aunque sólo fuera por el gesto excepcional de dimitir.