A medida que la Guerra de Afganistán se recrudece –Marja, pronto Kandahar, y la llegada de 30.000 nuevos efectivos estadounidenses– se la va considerando cada vez más como la guerra de Obama.
Ni por asomo. Se ha convertido en la guerra de América. Cuando el partido antes en la oposición –tradicionalmente pacifista durante las cuatro últimas décadas– hace suya, reafirma y escala una guerra iniciada por el otro partido, tradicionalmente belicista, el partidismo se hace a un lado y la guerra se nacionaliza.
Y se legitima. ¿Cree usted que si John McCain fuera presidente, y no digamos George W. Bush, no veríamos concentraciones cada vez más numerosas manifestándose contra nuestra presencia continuada en Irak y la escalada de Afganistán? ¿Que no íbamos a ver una iniciativa seria en el Congreso encaminada a suspender la financiación?
¿Por qué no lo vemos? Porque Barack Obama es el comandante en jefe hoy. La ausencia de oposición no es una cuestión de hipocresía. Es el resultado natural de la alternancia en el poder. Cuando un partido está en la oposición, se opone. Ese es su trabajo. Pero cuando se llega al poder, debe gobernar. El discurso fácil se ha terminado, la presión de la realidad se vuelve irresistible. Por fuerza, adopta parte de las políticas que antes había denunciado. Y nace un nuevo consenso nacional.
En este caso, el partido pacifista ha seguido el recetario de Bush para Irak sin saltarse una coma y ha duplicado la apuesta en Afganistán. Y no hay ninguna inquietud general (por este motivo al menos).
La alternancia en el poder es el instrumento político más refinado inventado nunca para la consolidación de lo que antes fueron políticas radicales y profundamente enfrentadas. El ejemplo clásico es el New Deal. Los republicanos arremetieron contra el programa durante 20 años. Entonces llegó al poder Dwight Eisenhower y lo dejó intacto. Ningún líder desde entonces ha pedido su derogación.
Del mismo modo, Bill Clinton consolidó el reaganismo, igual que Tony Blair consolidó el thatcherismo. En ambos casos fueron moderados de centro-izquierda los que condujeron a sus partidos a la aceptación de los principales pilares de las reformas conservadoras de gran éxito que les precedieron.
Un proceso de consolidación parecido se ha desarrollado con muchas de las políticas antiterroristas de Bush. En la oposición, los demócratas denunciaban los pinchazos telefónicos sin orden judicial, las extradiciones de los sospechosos a terceros países donde se permite la tortura y la detención prolongada sin juicio. Pero ahora que son ellos los encargados de protegernos de los malos, han terminado considerando estas medidas como indispensables para la seguridad nacional.
Otras políticas de Bush han sido impugnadas por la administración entrante, como el proceso civil abierto a Jalid Sheij Mohammed, el reconocimiento de derechos constitucionales al terrorista del Día de Navidad y el compromiso de cerrar Guantánamo hace como dos meses. Pero hasta en esto la administración en el Gobierno está cediendo a la realidad. Y en mi opinión, en el mismo momento en que Obama devuelva a Jalid Sheij Mohammed a un tribunal militar, esa institución quedará totalmente legitimada, al entender que se trata del resultado de consideraciones empírico-prácticas en lugar de un capricho de George Bush.
Esto no quiere decir que todo se consolide durante la alternancia en el poder. Se trata también de desafiar el pasado. Obama puede haber aceptado (aunque muy a regañadientes) gran parte de la política antiterrorista post-11 de Septiembre –incluso las guerras– pero ha planteado un desafío fundamental a tres décadas de ortodoxia reaganiana nacional.
Esto también es para bien. La promulgación reaganiana de impuestos bajos, menor regulación y confianza en el mercado debe ser cuestionada para no convertirse en algo puramente dogmático y mecánico. Obama ha presentado una batalla exhaustiva contra esa promulgación a través de la adopción sin excepciones de un programa socialdemócrata cuya esencia –una Gobierno más centralizado que ejerce sus competencias a través de radicales reformas sanitarias, energéticas y educativas– supone la subversión del reaganismo.
He dejado claro de qué lado estoy en este debate. Me alienta que Obama haya salido perdiendo en la legislación en materia de intercambio de emisiones y que esté a la defensiva en su reforma sanitaria. Soy algo más comprensivo, pero todavía estoy algo incómodo, con su proyecto de convertir la educación superior en un derecho social federal. Pero a pesar de todos los aspavientos contra el Gobierno averiado, el partidismo, las divisiones y el estancamiento legislativo, es difícil recordar un debate nacional más detallado, más riguroso y más prolongado que el de la reforma sanitaria.
Es cierto que la alternancia en el poder se traduce inevitablemente en embotellamientos y giros legislativos drásticos. Pero a pesar de toda su ineficacia, termina dando lugar a una estabilidad social casi milagrosa al ir adscribiendo paulatinamente legitimidad cada vez que la oposición adopta algunas de las reformas de su predecesor, al tiempo que facilita el desafío de las premisas fundamentales consideradas antes absolutas.
Por esto, en mitad de la actual trifulca espontánea, mientras vuelan los platos y las tartas y la cubertería más afilada, párese a pensar un momento. Viva el caos. Viva la democracia. Viva la alternancia en el poder. Sí, hasta cuando los demócratas están en el poder.
Charles Krauthammer
Viva el caos, viva la democracia
Es cierto que la alternancia en el poder se traduce inevitablemente en embotellamientos y giros legislativos drásticos. Pero a pesar de toda su ineficacia, termina dando lugar a una estabilidad social casi milagrosa.
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