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César Vidal

Setenta por ciento

Muchos estaríamos dispuestos a bebernos la cerveza empozoñada de la independencia por no volver a ver más a esa gente que vota en un 70% por la secesión.

Es conocida la anécdota de cómo una empingorotada y necia lady Astor se dirigió en cierta ocasión a Winston Churchill para decirle que si fuera su mujer le pondría veneno en la cerveza. La respuesta del político británico fue que si él fuera el esposo de lady Astor no dudaría en bebérsela. He utilizado esta anécdota en alguna ocasión para analizar la situación –terminal a mi juicio– que está viviendo Cataluña por obra y gracia del nacionalismo y por la inactividad y estupidez de los partidos nacionales.

Sé que muchos se han esforzado en lanzar un mensaje de tranquilidad señalando que los nacionalistas habían llegado a su techo. Quizá, pero no era tan bajo como ellos pensaban. Punto arriba, punto abajo, el nacionalismo –ya abiertamente independentista– representa en estos momentos al 70% de los votantes catalanes. Es decir, como también he repetido en más de una ocasión, el problema más grave para la unidad de España nunca han sido las Vascongadas –donde apenas llega al cincuenta por ciento–, sino Cataluña. Así lo señaló en sus últimos días Francisco Fernández Ordóñez y no se equivocó lo más mínimo. La sangre derramada por ETA ha ocultado –y tiene cierta lógica– esa realidad durante décadas, y más cuando Pujol y sus cuates tenían la desvergüenza de presentarse como los moderados que a la disyuntiva de "la bolsa o la vida" sólo oponían la de "la bolsa o la bolsa".

A la hora de la verdad, Jordi Pujol ha sido mucho más dañino para la democracia y la nación española que Josu Ternera o Santi Potros. Pero Pujol –al que algún medio de comunicación nombró español del año con una agudeza de visión propia de un ciego de nacimiento– no ha estado solo en el intento. El PSOE no tuvo reparo en apoyarlo si de esa manera podía evitar una victoria de la derecha, y esa misma derecha, con Aznar a la cabeza, entregó –como en tantas, tantísimas traiciones– la cabeza de Vidal Quadras al honorable, seguramente para que pudiera conciliar mejor un sueño cuajado de Bancas Catalanas, Palaus y cuentas en Suiza. Da grima contemplar que ante un nacionalismo canijo y disparatado, propio de acomplejados y paletos, la izquierda y la derecha sólo supieran ceder e intentar incluso transmutarse en una especie de nacionalismo B. Las consecuencias han quedado a la vista. El PSOE atraviesa su peor crisis desde 1939 por la sencilla razón de que sus coqueteos con el nacionalismo revuelven el estómago de cualquier persona decente. Por lo que se refiere al PP, ciertamente no hay peor ciego que el que no quiere ver, pero los resultados en las pasadas elecciones vascas y las actuales catalanas resultan bien elocuentes.

A estas alturas, Rajoy sólo tiene dos salidas. O bien aplica el artículo 155 de la Constitución y suspende la autonomía de Cataluña al primer paso equívoco o deja marchar a esta región española para que consume sus delirios. El problema es que el nacionalismo catalán lleva tantas décadas quedándose con el agua, con las obras de arte, con los documentos, con el dinero y con tantas cosas que son de todos los españoles, que muchos estaríamos dispuestos a bebernos la cerveza empozoñada de la independencia con tal de no volver a ver más a esa gente que vota en un setenta por ciento por la secesión y que ahora mismo acumula más del treinta por ciento de la deuda total de las CCAA. A decir verdad, lo que deseamos es que, de una vez, se enfrenten con la realidad ocultada por el aparato propagandístico del nacionalismo, pero, eso sí, sin nuestro dinero para gastarlo en pesebres para sus paniaguados.          

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