En este ensayo, que será publicado a lo largo de tres artículos, César Vidal explora la relación entre franquismo y liberalismo a raíz del reciente debate sobre esta cuestión.
- La obra historiográfica de Pío Moa
- La revelación de Pío Moa
- El antiliberalismo agresivo de Franco
La obra historiográfica de Pío Moa
Recientemente, he contemplado con un cierto estupor cómo se desarrollaba un debate en Libertad Digital en torno a la afirmación de que el liberalismo debe asumir el franquismo sobre la base de sus bondades reales o supuestas. Entrar en este tipo de cuestiones siempre me causa una enorme pereza, en parte porque los que debaten suelen estar más interesados por mostrar que tienen razón que por escuchar las razones del otro y, en parte, porque si no entro en discusiones ni siquiera por mí mismo, hacerlo en relación con terceros me supone un esfuerzo no pequeño. Sin embargo, en este caso concreto he decidido hacerlo por razones que, como iré desgranando, resultan de peso y voy a hacerlo abordando tres cuestiones: la obra historiográfica de Pío Moa, su evolución de los últimos tiempos y, finalmente, por qué desde el liberalismo ni Franco ni el franquismo pueden ser asumidos. Comencemos, pues, por la primera parte.
Conocí a Pío Moa cuando Ediciones Encuentro publicó el que sería el primer libro de una trilogía sobre la guerra civil española. Era un magnífico trabajo sobre la revolución de 1934 y sobre la manera en que influyó trágicamente en una España que acabaría viéndose desgarrada por la guerra civil en 1936. Moa demostraba un conocimiento muy notable de las fuentes –algo que se presupone en los que escriben libros de Historia, pero que no se da tan a menudo como sería de desear– y señalaba el papel del PSOE y el nacionalismo catalán en el estallido de la contienda fratricida. El libro me pareció tan interesante que lo recomendé en mi espacio de libros de Historia de La Linterna cuando aún la dirigía Federico Jiménez Losantos. No mucho después, Pío Moa publicó un segundo libro, éste dedicado a los protagonistas del período republicano, que constituye, en mi opinión, el mejor de su obra historiográfica. Una vez más, Moa recurría a un conocimiento muy notable de las fuentes para mostrar lo que los políticos de la Segunda República pensaban los unos de los otros y el resultado era extraordinariamente revelador. Recuerdo haber comentado entonces a Federico que aquel segundo libro era todavía mejor que el primero y que, al cabo de un tiempo, me dijo que opinaba lo mismo que yo.
Era cierto que Moa carecía de una preparación formal en el terreno historiográfico, pero su conocimiento de las fuentes le había permitido más que sobradamente sortear ese imponente escollo y escribir dos libros de lectura obligatoria. Este mismo punto de vista sostenía Stanley G. Payne, quien me comentó un día, riéndose, cómo el difunto Javier Tusell le había enviado un fax afeándole que elogiara a Moa cuando ni siquiera era profesor universitario. "En Estados Unidos", me dijo Stanley, "los mejores historiadores no están en la universidad sino trabajando fuera". Sabía lo que decía.
Posteriormente, se diría que Moa no había contado nada que no se supiera, pero semejante afirmación procedente de sus adversarios aún subraya más la importancia de aquellas dos obras. Si, efectivamente, conocían lo que había escrito Moa –público y notorio en verdad para los que conocían las fuentes del período republicano– había que preguntarse por qué habían secuestrado aquella verdad durante décadas sustituyéndola por una versión políticamente correcta de la Segunda República y la guerra civil. Si, por el contrario, la ignoraban, la pregunta era aún más angustiosa: ¿cómo era posible que alguien tan ignorante pudiera acabar enseñando en la universidad que pagamos todos? Quizá episodios puntuales como éstos expliquen por qué, según algunos listados, no hay una sola universidad española entre las doscientas primeras del mundo.
El tercer volumen de la trilogía de Moa me pareció menos interesante porque aquí su conocimiento de las fuentes –especialmente las extranjeras– resultaba más limitado. Con todo, era un libro más correcto que la mayoría de los que pueden leerse sobre la guerra civil, pero, en mi opinión, a mucha distancia de los dos anteriores.
Más interesantes me parecieron su libro sobre los mitos de la guerra civil –quizá el más popular y más conocido, pero no el mejor– y sus memorias como miembro de la organización terrorista Grapo. El primero era una obra de alta divulgación muy bien documentada y el segundo, un testimonio de especial interés para el que desee estudiar la mentalidad de un colectivo dedicado al terrorismo.
A esas alturas, Moa se había convertido en una especie de muñeco de feria sobre el que disparaba con fruición –y no escasa envidia por las ventas– todo tipo de personajes. Por esa época, por ejemplo, Carlos Dávila lo invitó a su programa de televisión; Federico ideó una comida homenaje sorpresa en la que participamos encantados algunos y yo le dediqué algunas columnas en La Razón intentando, en mi muy modesta medida, defenderlo frente a ataques injustos que servían, sobre todo, para dejar de manifiesto la escasa calidad humana de quienes los lanzaban. Los liberales de corazón –es sabido– defienden la libertad de todos porque saben que de lo contrario mañana también la suya puede estar en juego y lo hacen –lo hacemos– además sin esperar gratitud a cambio.
Por desgracia, las obras siguientes de Moa me han ido pareciendo muy inferiores precisamente porque, al fin y a la postre, el conocimiento de las fuentes es esencial y si el que se refería a la Segunda República resultaba magnífico no puedo decir lo mismo de textos posteriores. Leí su ensayo sobre Franco con cierto interés, pero, por esas mismas fechas, José María Carrascal publicó otro sobre el mismo tema que me resultó mucho más lúcido e inteligente. Por lo que se refiere a su Historia de España me decepcionó profundamente. Quizá no fue Moa el que tuvo la idea de escribirla y se vio tentado por un editor, quizá se lo sugirió un tercero. No lo sé, pero su lectura me causó un profundo malestar porque Moa se había adentrado en terrenos que no conocía con el mínimo de profundidad necesaria y el resultado era, en ocasiones, penoso. Sus páginas se limitaban a repetir ciertos tópicos, a trazar juicios históricos de tono grueso y no pocas veces erróneo y el autor sólo brillaba a la altura de sus primeros títulos cuando regresaba al período de la Segunda República. Es posible que diez años dedicados a la lectura de fuentes hubieran evitado ese resultado, pero nadie se los dio y Moa tampoco se los tomó.
Cuando, hace unos meses, salió su libro sobre la Transición, me pidió que lo llevara a mi programa en esRadio. Estuve a punto de decirle que no porque la obra me parecía de poco calado y soy muy riguroso en la elección de invitados. Sin embargo, al final, decidí que viniera el 23-F con otras personas, porque todos ellos juntos podían alcanzar el nivel de solidez de la sección. Al final, los compromisos de actualidad se impusieron y, finalmente, Moa no apareció en mi programa. No oculto que me proporcionó un cierto alivio que así fuera porque suelo ser muy cuidadoso con los libros cuyos autores son entrevistados en mi programa. Me puedo equivocar, por supuesto, y a lo mejor se me escapa una obra maestra, pero hago lo posible por que no sea el caso.
En los últimos tiempos, pues, he ido sintiendo, con profunda pena, la sensación de que Pío Moa estaba comprometiendo sus mejores aportes del pasado por culpa de un comportamiento, expresado con creciente entusiasmo, que consiste en escribir y hablar de temas sobre los que no tiene conocimientos suficientes más allá de la simple opinión. Pero a esa cuestión dedicaré mi próxima entrega.