En el siglo XVI, España se quedó descolgada del regreso a una serie de valores recogidos en la Biblia que se tradujeron en aquellas naciones donde triunfó la Reforma en una nueva ética del trabajo, una superior cultura crediticia, una alfabetización acelerada, una revolución científica y un reconocimiento de la primacía de la ley. No fueron sus únicas pérdidas como veremos en las próximas entregas. Por añadidura, España aceptó, siguiendo el único discurso tolerado, la venialidad de ciertas conductas especialmente dañinas para la construcción de una sociedad de ciudadanos. Me refiero –podría citar más– a la benevolencia con que acogió la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada.
El concepto de pecado venial es teológicamente muy discutido y discutible –no aparece, por ejemplo, en la Biblia– pero no es ése un terreno en el que vaya a adentrarme ahora. Baste decir que uno de los pecados mencionados expresamente en el Decálogo (Éxodo 20: 1-17) junto al culto a las imágenes, el homicidio, el adulterio o el robo es precisamente la mentira. A lo mejor es verdad que la mentira carece de relevancia salvo en casos especiales como enseña el último Catecismo de la iglesia católica, pero no da la sensación de que el Dios que le entregó los mandamientos a Moisés pensara lo mismo. Desde luego, en la cultura española –igual que en la italiana o la hispanoamericana– no caló esa enseñanza bíblica. Reflexiónese, por ejemplo, en el hecho de que España es la única nación que cuenta con una Novela picaresca. No me refiero al Lazarillo que no es una novela picaresca sino erasmista –no podía ser menos teniendo en cuenta lo harto que estaba su autor Alfonso de Valdés de soportar al amancebado confesor de Carlos V–, sino a todo un género que reunió talentos como los de Mateo Alemán, Quevedo o Vicente Espinel, entre otros muchos, para dejar de manifiesto de manera indubitable que en la España que desangraba los caudales americanos convertida en espada de la Contrarreforma la superstición, la corrupción y la incompetencia institucional eran soportadas recurriendo fundamentalmente a un pecado venial como era la mentira.
Por supuesto, la mentira se ha dado y da en otras culturas, pero no la novela picaresca –el Simplicus Simplicissimus o Moll Flanders son excepciones a la regla general– por la sencilla razón de que si bien otras también consagraron el pecado venial de mentir como una forma de existencia, no es menos cierto que ninguna nación fue tan trágicamente consciente de las mentiras que sufría. Por desgracia, concluido el desastre de los Austrias –que tan certeramente supo reconocer Claudio Sánchez Albornoz y que algunos ignorantes se empeñan en negar– España sólo se quedó con la venialidad de la mentira y no con el análisis de las razones de su desgracia que la única cultura legal convirtió, por añadidura, en motivos de jactancia.
Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta de defunción. En España, la mentira pronunciada por una alianza de políticos izquierdistas y nacionalistas y repetida por los medios de comunicación afines llevó al poder a ZP en 2004. No fue –y duele decirlo– una situación excepcional. La mentira no ha provocado el final de un solo político a lo largo de toda la Historia de España. Se utiliza como arma arrojadiza contra el otro, pero son pocos, poquísimos los españoles que la sopesan como factor a la hora de decidir su voto salvo que sea un argumento añadido para arrojar a la cara del contrario.
Algo lamentablemente semejante sucede con la propiedad privada. Históricamente, el español no ha contemplado la propiedad privada como un derecho inviolable frente a los poderosos que es tanto más esencial cuanto más ayuda a proteger la libertad individual. Ésa es una idea neta y rotundamente protestante, surgida de las páginas de la Biblia, pero no ha arraigado jamás en las naciones donde no triunfó la Reforma. A decir verdad, sólo la propiedad regia, ocasionalmente la nobiliaria, y, por supuesto, la perteneciente a la iglesia católica se han considerado sagradas e inviolables. De hecho, cuando en alguna situación de verdadera necesidad se ha llegado a la conclusión de que cualquiera de esas dos propiedades no era inviolable los españoles lo hemos pagado muy caro. Piénsese, por ejemplo, que la desamortización de bienes eclesiásticos del siglo XIX –que infructuosamente intentaron llevar a cabo, como tantas otras cosas indispensables, los ilustrados del siglo XVIII– todavía la estamos pagando en la actualidad y los aspectos económicos de los sucesivos concordatos y acuerdos entre el Estado español y la iglesia católica se han justificado jurídicamente desde hace dos siglos como una indemnización por aquella desamortización. Pocas veces se habrá conseguido mayor beneficio de una expropiación y por mayor espacio de tiempo y quizá no es extraño porque a día de hoy ni sabemos cuánta es la cantidad que hay que indemnizar ni por cuánto tiempo hay que hacerlo.
Dado que, históricamente, las únicas propiedades consideradas sagradas han estado unidas a la Corona y a la iglesia católica no sorprende que en España se respete tan poco la propiedad privada. Pasemos por alto esa impuntualidad que no es sino un robo a las empresas y que se intenta compensar en España –y Argentina– con un plus de puntualidad que no comprende –con razón– ningún inversor extranjero. Pasemos por alto el mínimo castigo que deriva de delitos como dar un cheque sin fondos penado en otras naciones incluso con la prisión. Pasemos por alto la costumbre generalizada de entrar en el jardín ajeno a coger flores o a robar fruta –algo que recuerdo haber afeado en mi infancia y adolescencia a bastantes niños sin que ninguno llegara a comprender mis escrúpulos morales y dejara de considerarme un aguafiestas– como si fuera el comportamiento más normal. El respeto a la propiedad privada para millones de españoles se acaba en la propia. Se llevan del trabajo los bolígrafos, los folios, los libros –en la católica cadena COPE tuve que acabar cerrando con llave mi despacho porque los hurtos llegaron a convertirse en un fenómeno diario–, la comida de los compañeros –sí, y no me obliguen a dar ejemplos concretos– y, por supuesto, en los hoteles, como es de todos conocido, las toallas o los albornoces cuentan con una partida ad hoc dado que no pocos huéspedes arramblan con ellos.
Las anécdotas al respecto podría multiplicarlas no por docenas sino por centenares. Yo mismo fui testigo durante mi viaje de fin de bachillerato de cómo la inmensa mayoría de mis compañeros –educados rigurosamente por los Escolapios y, en general, buenos chicos– convirtieron en deporte robar postales en París. Sucedía en la misma época en que en la sala de fiestas Cleofás de Madrid tuvieron que clavar los ceniceros a la mesa porque era la única manera de evitar que la gente se los llevara o acabaron por sustituir la cadena del inodoro por una cuerda miserable, no por avaricia sino simplemente porque la robaban todos los días.
No he contemplado esa conducta jamás en Suiza –donde, por el contrario, he visto como la gente sube a los autobuses pagando el billete previamente en la parada y nadie engaña, o colocan los objetos perdidos en lugar visible para que la gente pueda encontrarlos a su vuelta– ni en Suecia, ni en Dinamarca ni en tantas naciones marcadas por la Reforma. Sí la he visto en Italia, en Grecia o en Hispanoamérica. Y no deja de ser significativo que en una de las mejores películas españolas de los últimos años, Un franco, catorce pesetas, se recoja el episodio real de cómo un inmigrante español en Suiza tiene que enseñar a un compatriota que en su país de adopción no se roba en los supermercados... como en España. Allí el robo de pequeñas cosas no es –como la mentira– venial. El español que se ha visto obligado a vivir fuera aprende enseguida la lección si es que no venía con ella aprendida, pero ya lo hace en el seno de otra cultura distinta.
Hace apenas unos días me recordaba un amigo que está siguiendo esta serie desde el extranjero como en los años en que vivió en Suecia una ministra fue obligada a dimitir por usar dinero público para comprarse un fular que valía unos veinte euros. Ni en Italia, ni en Portugal, ni en España ni en Hispanoamérica, países todos ellos educados en la venialidad de esas conductas, veremos caso semejante. Por eso, la corrupción nunca –ni siquiera en la época de Felipe González en que nos desayunábamos con un caso diario– ha provocado un cambio electoral. Ruido, sí; envidias muchas, pero cambio de voto... no nos engañemos. Nunca se ha dado el caso.
Y como los hechos son testarudos –que decía Lenin– en las últimas horas he tenido ocasión de ver en televisión algunas declaraciones que dejan de manifiesto como, en el fondo, no son tan pocos los que son conscientes de la realidad de nuestras diferencias. El primero fue Llamazares acusando por dos veces seguidas a la política de ajustes de la UE –contraria al comunismo– de ser "luterana". Sólo unas horas antes había contemplado un fragmento de una tertulia televisiva en la que un sacerdote, hablando de la doctrina social de la iglesia católica, señalaba cómo el capitalismo era peor enemigo de la iglesia católica que el socialismo al que ya habían vencido, sólo para que el presentador del programa, de manera inmediata, se apresurara a arremeter contra el liberalismo, censurara a los católicos que, en lugar de plantear puntos de vista "católicos", intentan abordar los problemas con criterios económicos –por lo visto, en su casa los fontaneros no aplican criterios profesionales sino católicos a la hora de desatascar una cañería– y, acto seguido, dijera que el hecho de que las cosas cambiaran de valor era el Mammón contra el que hablan los Evangelios.
Tenemos que dar gracias a Dios porque –espero– personajes así constituyen una minoría y a día de hoy hay católicos que son magníficos economistas y no tolerarían majaderías semejantes sin darles respuesta. Con todo, estos personajes dejan de manifiesto el miedo –¿o es odio?– de siglos a la libertad, al capitalismo y al mercado, así como el gusto –¿o es codicia?– por el control social absoluto y la crucifixión del hereje. A fin de cuentas, una herencia de siglos, para lo bueno y para lo malo, no se va en cuatro días y más si las lecturas son escasas, si se considera timbre de honor oponerse, por ejemplo, a la enseñanza del inglés o si se insiste en que un monarca fanático que provocó varias bancarrotas a pesar del oro de América fue un gran rey.
Reflexionemos en las diferencias examinadas hasta ahora porque no son ni pocas ni baladíes: falta de ética del trabajo, tardía alfabetización –había muchos analfabetos todavía en los años setenta, después de la dictadura de Franco, y yo tuve oportunidad de encontrármelos en Madrid donde ayudé a más de uno a aprender a leer y escribir–, no menos tardía incorporación al mundo de la banca o al de la investigación científica, aceptación de graves conductas como pecados veniales... ¿Podíamos dejar de ser diferentes? Sinceramente, no lo creo por mucho que haya quien se empecina en cerrar los ojos ante los datos numerosos y contundentes que nos proporciona la Historia. Por desgracia, como veremos en sucesivas entregas, nuestras diferencias no acaban ahí.
Continuará: Separación de poderes