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César Vidal

La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica

El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos.

 

En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...– al extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de una nueva ética del trabajo, de una visión novedosa del crédito y de los negocios, de una alfabetización amplia como en las naciones reformadas, de la revolución científica, de la primacía de la ley, de una moral que calificaba de grave la mentira y el hurto, de la separación de poderes y de una visión constitucional realmente democrática como fue el caso de la anglosajona, en general, y la norteamericana, en particular. Por añadidura, colocó tanto a España como a las naciones de Hispanoamérica en una tesitura extraordinariamente difícil como fue la de elegir una perpetua minoría de edad sometidas al control de la iglesia católica no sólo en términos religiosos sino también políticos o al no menos férreo de la masonería. Esta situación, ya de por si poco feliz, terminó de agravarse con el surgimiento de una izquierda que no fue desde sus principios sino un retrato en negativo de la estructura mental católica.

Afirmar que la izquierda española no es sino un retrato en negativo de la estructura mental de la iglesia católica puede resultar ofensivo para muchos. En defensa de sus sentimientos heridos, pueden señalar que la iglesia católica es, por ejemplo, enemiga del aborto mientras que la izquierda española, especialmente con ZP, se ha convertido en agresivamente abortista. También podrían alegar que la iglesia católica es profundamente religiosa, mientras que la izquierda parece complacerse en una visión furibundamente laicista. Ambos ejemplos son ciertos, pero no tienen nada que ver con lo que yo sostengo en esta entrega y tengo intención de desarrollar en las siguientes. Las posiciones sobre cuestiones concretas pueden ser –de hecho, son– diferentes, pero la estructura mental de ambas instancias resulta muy similar y, como veremos en próximos capítulos, eso explica su coincidencia de criterios en cuestiones fundamentales y –paradojas de la Historia– el peso de la izquierda en la Historia reciente de España.

De entrada, tanto la iglesia católica como la izquierda española comparten un serio complejo de hiperlegitimidad. Si la primera es la única Iglesia, la segunda es la única Política. En España, por ejemplo, la expresión "la Iglesia", a diferencia de lo que sucede en el mundo civilizado, siempre se refiere a la iglesia católica y nunca va adjetivada. Las otras entidades –sean ortodoxos, reformados o bautistas– no son iglesias y no merecen tal calificativo por definición. Suerte tienen si no los califican de sectas. Exactamente lo mismo piensa la izquierda de los demás partidos. Carecen de legitimidad alguna y, por supuesto, muchos recordamos la época en que cuando se preguntaba si se pertenecía "al Partido" la expresión iba referida al único partido verdadero, el PCE, por supuesto, al que, con el paso del tiempo, sustituiría el PSOE. Partiendo de esa auto-otorgada hiperlegitimidad, el resto de entidades similares –no se atreve uno ni a escribir la palabra "semejante" no sea que haya quien se ofenda– pueden ser toleradas e incluso reconocidas como parte de la realidad española, pero carecen de una legitimidad parecida. Se las soporta porque, en el fondo, no queda más remedio, pero tal intolerable resulta pensar en un funeral de estado que no sea católico –aunque los muertos no lo sean– como en un gobierno de coalición PP-PSOE.

Precisamente por esa visión, jamás se puede pensar en cambiar de "lealtad". Un votante convencido de izquierdas no cambiará su voto –por muy mal que pueda hacerlo el PSOE o IU– de la misma manera que un católico devoto de la Macarena difícilmente va a convertirse en reformado –podría decir que salvo una acción especial de la gracia, pero, seguramente, algunas personas se sentirían irrazonablemente ofendidas por ese comentario– por muchos escándalos que pueda haber contemplado en las más diversas áreas. En ambas situaciones, tanto el devoto de la Macarena como el votante del PSOE pertenecen a la "única iglesia verdadera" y ese dogma no puede ser alterado por la pésima actuación propia o por la óptima actuación del contrario. La primera se negará hasta el punto de afirmar que "todos son iguales" – ah, pero ¿no partíamos de una marcada diferencia? – y la segunda, recurriendo a los argumentos más absurdos e incluso ridículos. En uno y otro caso, la razón queda orillada por la fe religiosa y el dogma resulta lo suficientemente poderoso como para desafiar la realidad más tangible. Ocasionalmente, el votante de izquierda puede abstenerse y cambiar de voto, pero es como cuando el católico decide no ir a misa enfadado con el párroco o suelta un exabrupto de carácter poco piadoso. Si bien se mira, se trata de conductas que confirman donde están sus creencias más íntimas.

El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos. Referirnos a ellos sería demasiado largo, pero poco puede discutirse que así ha sido – y es – como también resulta fútil negar que muchas veces las luchas entre sectores y facciones tanto en un caso como en otro apenas eran otra cosa que la lucha por el poder. He tenido ocasión de contemplar unas y otras y puedo dar fe de lo que digo. La supuesta discusión ideológica o teológica tan sólo encierra el combate encarnizado por determinadas zonas de poder. También ha ocasionado una figura tan específica de nuestra cultura como es el converso. Igual que el judío acosado por personajes como Vicente Ferrer podía recibir el agua del bautismo a cambio de conservar la vida, no pocos camisas azules de ayer han alzado durante las últimas décadas el puño y la rosa. Lo que hubiera en el fondo de cada corazón sólo Dios lo sabe, pero cuando una cultura quiere imponerse como la única legítima, ¿puede extrañar que existan los conversos poco o nada convencidos y que Unamuno dijera aquello de "los conversos, a la cola"?

Por añadidura, tanto la iglesia católica como la izquierda española han demostrado siempre un deseo irresistible por controlar la vida de los demás convirtiendo sus posiciones morales, totalmente respetables por otra parte, en norma aplicable a todos los ciudadanos. Una de las primeras –y muchísimas– concesiones arrancadas por los obispos a Franco fue la de que las fiestas católicas tuvieran carácter nacional. El guirigay festivo de efectos no precisamente positivos para nuestra economía que derivó de esa concesión fue notable, como también lo fue que el derecho de familia estuviera totalmente sometido a la iglesia católica. Se trataba de un horror no inferior al de someter ese mismo derecho de familia décadas después a la visión ideológica del zapaterismo. En uno y otro caso, la sociedad tenía que tragar con una visión concreta –le gustara o no, la representara más o la representara menos– simplemente porque existía una instancia ideológica que, rezumante de hiperlegitimidad, así lo sostenía. Pero es que no concluyen ahí los paralelos. La izquierda española, como la iglesia católica, ha mostrado siempre un ansia asfixiante por controlar la vida de los ciudadanos desde antes de su nacimiento a después de muertos. Prohibiendo el preservativo o repartiéndolo, alargando la vida cuando ya no se puede mantener o acortándola por si acaso duele, ambas instancias llevan mucho tiempo empeñadas no en anunciar su mensaje –lo que sería totalmente legítimo y digno de aplauso– sino en convertirlo en la horma social de la nación con resultados no precisamente felices.

Como no podía ser menos, tanto la iglesia católica como la izquierda han manifestado siempre un especial interés en controlar la educación nacional y, a la vez, en mantener la antorcha educativa en manos de sus propias élites. Algunos estudios recientes han mostrado de manera estadística que la contribución de las distintas confesiones protestantes a la educación en España durante el final del siglo XIX y los inicios del XX fue verdaderamente espectacular. Cuestión aparte es que el fenómeno sea otro de tantos desconocidos por la mayoría de la población española. Estas confesiones creían en la educación pública, pero se apresuraron a suplirla en la medida en que no existía con la pujanza de otras naciones. La izquierda ha intentado controlar la educación pública como elemento adoctrinador y, a la vez, ha llevado a los hijos a la privada como garantía de preservación del poder en sus manos. Seguía así el modelo católico que pretendía dictar los contenidos de la educación pública en España –los decretos de los sucesivos gobiernos de Franco incluso en plena guerra civil son claramente reveladores– pero, al mismo tiempo, mantenía en sus manos la formación de élites. Basta ver a qué colegios han ido Rubalcaba y los Solana, Gallardón o ZP para percatarse de que no exagero un punto. Cuestión aparte es que luego los educandos hayan salido díscolos como, sin duda, saldrán muchos de los que ahora cursan educación para la ciudadanía.

Naturalmente, con esas coincidencias de mentalidad, ¿puede a alguien sorprender que los sacerdotes que se han dedicado a la política rara vez hayan discurrido por las zonas liberales de la misma? Hemos disfrutado curas de extrema derecha y del PCE, de la Comunión Tradicionalista y del PTE, de la ORT y de CiU, del PNV y de ETA, de CCOO e incluso del PSOE, pero –me corregirán, sin duda, los lectores– no me viene a la cabeza uno solo que anduviera por un sendero político en el que la duda fuera permisible, en el que el dogma no lo invadiera todo y en el que la libertad fuera el primer valor. Por el contrario, su estructura mental los ha llevado siempre hacia el dogma que significa el pensamiento –es un decir– nacionalista o de izquierdas. Personalmente, no creo que se trate de nada casual y es que la izquierda española nació no como un movimiento de libertad, sino de supuesta justicia en oposición al control social e ideológico que significaba la iglesia católica. De ahí que José Antonio Primo de Rivera en el mismo discurso en que cargaba contra el liberalismo –demostrando de paso que no tenía ni idea de lo que hablaba– se apresurara a reconocer la justicia del nacimiento del socialismo y, acto seguido, desautorizara su carácter no católico. Lo cierto es que esa oposición de la izquierda a la iglesia católica, lamentablemente, no ha sido a lo largo de la Historia ni tolerante, ni democrática ni adogmática. Todo lo contrario. Ha buscado siempre ser "califa en lugar del califa" o, si se prefiere, "ser la Iglesia en lugar de la Iglesia". Las consecuencias –distintas, ya lo adelanto, de las surgidas en las izquierdas de otras naciones– han resultado aciagas para la Historia de España.

Continuará: La izquierda española, un retrato en negativo de la iglesia católica (II)

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