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César Vidal

¿Hay salida? (X): La libertad no es pecado

La Iglesia católica y la izquierda están tan acostumbradas a dirigirse a sus respectivos rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar escándalo en las personas que mantienen la cabeza sobre los hombros

Una de las peores consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma – junto con la pérdida de la Revolución científica que tuvo lugar en las naciones reformadas, el desarrollo de la ética del trabajo o el impulso capitalista -  fue  que, al igual que naciones como, Portugal o Italia, asumiera un terrible y aciago miedo a la libertad. El temor a la libertad – más allá de la falta de respeto por la propiedad ajena o por las normas cívicas – está tan arraigada en millones de españoles que no ha podido pesar de manera peor en nuestra Historia hasta el día de hoy. 

Los españoles han destacado históricamente por muchas cosas desde la pintura a la literatura pasando por la arquitectura o la gastronomía.  Se han quedado atrasados durante siglos en aquellas áreas donde no experimentaron el influjo benéfico de la Reforma – el desarrollo científico, la generalización de la educación, la implantación de la democracia… - y una de las consecuencias ha sido la incorporación del miedo a la libertad.  Razones – todo hay que decirlo – no les han faltado.  La Inquisición provocó no sólo un envilecimiento del alma de millones de españoles, como señaló acertadamente Manuel Fernández Álvarez, sino también un freno claro a la investigación científica y al desarrollo académico – como criticaron no sin riesgo los ilustrados del s. XVIII – y un miedo a una libertad que podía ser peligrosa.  Pero es que además la institución en cuyo seno nació la Inquisición se dedicó durante siglos con verdadero ahínco a mostrar los males y peligros de la libertad.   Los ejemplos son incontables, pero permítaseme detenerme en uno de los más innegables.  En 1832, en la misma época en que los liberales arrastraban un negro sino en España perseguidos por la alianza entre el absolutismo de la Corona y la defensa encarnizada de los privilegios de la iglesia católica, el papa Gregorio XVI estampaba su firma en la encíclica Mirari vos.  El texto – uno de los más liberticidas del s. XIX – arremetía contra la libertad de conciencia de manera tajante e indiscutible afirmando: “De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín. Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio -por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad, porque, aun la más antigua experiencia enseña cómo los Estados, que más florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria y ansia de novedades”.  

Se podrá pensar lo que se quiera del mencionado pontífice, pero no que no dejara su enseñanza bien establecida blanco sobre negro.  A juicio del papa, la libertad de conciencia era un mal terrible; su origen por definición era el mismo abismo descrito en el Apocalipsis y su consecuencia todo género de males.  La única vía para la felicidad era abortar la libertad de conciencia salvo la que, por supuesto, debía tener la iglesia católica para monopolizar lo que pensara, hiciera y creyera toda la sociedad.  El Gran Hermano de Orwell, sin duda, habría firmado esa misma concepción relamiéndose de gusto.  A fin de cuentas, se ofrecía la dicha a la sociedad – incluida la eterna – a cambio de entregar su conciencia y su capacidad para analizar, pensar y discernir.

Naturalmente, el papa Gregorio XVI sabía que uno de los peligros que existía contra la imposición de sus buenas y católicas intenciones era la libertad de prensa.  Desde que empezó a publicarse esta serie también hemos tenido ocasión de asistir al penoso espectáculo de ver cómo había gente que lanzaba ataques contra mi persona o impulsaba el boicot de mis libros porque le molestaba – como mínimo – mi narración de la realidad.   Creo que semejante sujetos se sentirán satisfechos de saber que pueden ser calificados con toda justicia de hijos espirituales del citado papa que en la misma encíclica enseñaba a sus fieles: 

"Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra. Hay, sin embargo, ¡oh dolor!, quienes llevan su osadía a tal grado que aseguran, con insistencia, que este aluvión de errores esparcido por todas partes está compensado por algún que otro libro, que en medio de tantos errores se publica para defender la causa de la religión. Es de todo punto ilícito, condenado además por todo derecho, hacer un mal cierto y mayor a sabiendas, porque haya esperanza de un pequeño bien que de aquel resulte. ¿Por ventura dirá alguno que se pueden y deben esparcir libremente activos venenos, venderlos públicamente y darlos a beber, porque alguna vez ocurre que el que los usa haya sido arrebatado a la muerte?  Estos hermosos ejemplos de inquebrantable sumisión a los príncipes, consecuencia de los santísimos preceptos de la religión cristiana, condenan la insolencia y gravedad de los que, agitados por torpe deseo de desenfrenada libertad, no se proponen otra cosa sino quebrar y aun aniquilar todos los derechos de los príncipes, mientras en realidad no tratan sino de esclavizar al pueblo con el mismo señuelo de la libertad. No otros eran los criminales delirios e intentos de los valdenses, begardos, wiclefitas y otros hijos de Belial, que fueron plaga y deshonor del género humano, que, con tanta razón y tantas veces fueron anatematizados por la Sede Apostólica. Y todos esos malvados concentran todas sus fuerzas no por otra razón que para poder creerse triunfantes felicitándose con Lutero por considerarse libres de todo vínculo; y, para conseguirlo mejor y con mayor rapidez, se lanzan a las más criminales y audaces empresas".

No existen razones para pensar que no sabía de sobra el pontífice lo que decía.  La sociedad perfecta para los privilegios de su iglesia era aquella que, gobernada por un monarca absoluto, sólo recibiera las enseñanzas católicas – la España del Rey felón sin ir más lejos – y cuyo pueblo se limitara a obedecer sumisamente.  Y es que de todos era sabido – aunque algunos quieran negarlo ahora – que, como señalaba el papa, el principio de soberanía nacional era cosa de protestantes, ya se sabe lanzados a “las más criminales y audaces empresas".

Precisamente por ello, la única salida para un estado era evitar la separación entre iglesia y estado. Al respecto, el papa era, una vez más, contundente:  

"Las mayores desgracias vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos”.  

Comparando el destino de España con el de Estados Unidos habría que decir que el papa no fue, desde luego, infalible.

Gregorio XVI no era una excepción.  En 1864 –ayer por la tarde como quien dice en términos históricos– Pio IX en su encíclica Qui pluribus dejaba de manifiesto que estaba dirigida “contra los varios modos con que se presentan atractivos los vicios en esa tan grande libertad de publicaciones y curiosidad tan grande de saber”.  Sí, a juicio de Pío IX, la libertad de publicaciones y la curiosidad grande de saber eran peligrosas.  ¡Y luego nos extrañará el atraso científico durante siglos de España, Portugal, Italia y tantas naciones que seguían semejantes principios frente a los impulsados por los “criminales y audaces” protestantes!

¿Puede extrañar a alguien que con una institución semejante formando la mente de millones de españoles, éstos, hace dos siglos, quitaran los caballos del carruaje de Fernando VII y se uncieran para tirar de él a la vez que gritaban “¡Vivan las caenas!”?  Realmente, no.  Más bien era lógico, como supo anunciar José María Blanco White, el liberal exiliado que abandonó el sacerdocio y abrazó la fe de la Reforma.  Lógico, pero trágico para la Historia de España.

Hasta qué punto en algunos sectores de la sociedad española semejante visión no ha desaparecido se puede desprender del episodio que contaba libertaddigital.com el 22 de marzo cuando señalaba que un sacerdote había sido amedrentado en el mismo palacio del cardenal Sistach por, supuestamente, pertenecer al grupo Germinans germinabit que se ha manifestado crítico desde hace años con el cesaropapismo nacionalista de algunos obispos catalanes. Decía la noticia – redactada por un fiel católico – que unos detectives llegaron incluso a extorsionar al sacerdote amenazándole con publicar un dossier sobre su vida privada si no abandonaba la colaboración con Germinans.   Se puede o no estar de acuerdo con la gente de Germinans, pero yo los he defendido en no pocas ocasiones desde distintos medios porque, sinceramente, no veo de recibo que sean objeto de persecución por un prelado. Con todo, cuánto cabe deducir de un ámbito donde nadie llama al orden al cardenal Sistach por estas acciones y donde incluso se puede extorsionar a un sacerdote con la amenaza de revelar detalles de su vida privada.  Me consta que hay gente empeñada en defender que la Inquisición fue punto menos que una ONG piadosa, pero trasládese el episodio al s. XVII y sáquense las consecuencias que ha podido tener para generaciones de españoles ese miedo a la libertad, un miedo que persiste a día de hoy. O ¿es que acaso es normal que en pleno siglo XXI fieles y sacerdotes hayan de esconderse tras el anonimato para evitar represalias de sus superiores eclesiásticos? Yo, desde luego, no lo veo así.

A diferencia de lo sucedido en otras naciones, en España la causa de la libertad era, por definición, contraria a las enseñanzas de la iglesia mayoritaria. Además no existió un contrapeso como el que significaron en otros pueblos los judíos – fueron expulsados en 1492 – o los protestantes – fueron quemados en el s. XVI – y los resultados fueron aciagos.  Así, los intentos de modernización frente al absolutismo rociado con agua bendita vinieron no pocas veces de la masonería – que deseaba una libertad controlada desde la sombra por una élite – o de una izquierda que no pasaba de ser un retrato en negativo de la iglesia católica y que tampoco creía en la libertad.  En resumen, todas las fuerzas que se enfrentaban sobre la piel de toro no destacaban precisamente por su amor a la libertad. 

De esta manera, el español – como el portugués o el italiano o el mexicano – fue atravesando generación tras generación convencido de que la libertad no era importante salvo, quizá, para arremeter contra el que no pensaba como él.  Las consecuencias son tan numerosas – y tan desastrosas – que no es posible detenerse en todas ellas.  España, a pesar de tener colonias en las que se practicaba la esclavitud, no conoció un movimiento emancipador como los que vivió Gran Bretaña o los Estados Unidos – en los dos casos, totalmente impulsados por protestantes de las más diversas denominaciones – por la sencilla razón de que la iglesia católica, a la sazón, no condenaba la esclavitud.  De manera bien significativa, el único estado que consideró legítima la independencia del Sur esclavista fue la Santa Sede y en España, las sociedades anti-esclavistas estuvieron formadas sobre todo por masones y protestantes.  Bartolomé de las Casas – tan incensado no sin razón – era partidario de la esclavitud de los esclavos y Antonio María Claver, compasivo hacia los esclavos negros, no estaba por la labor de ser un William Knibb, un John Newton o un Wilberforce.  

Y, sin embargo, dijera lo que dijera el papa ni la libertad de conciencia ni la de imprenta eran pecado. Por el contrario, eran grandiosas conquistas sociales.

Esa inquina histórica contra la libertad ha causado un daño inmenso – sólo Dios sabe si reparable – a naciones como España, Italia o Portugal – pero tampoco ha beneficiado, al fin y a la postre, a la misma Iglesia católica o a la izquierda formada en España a su imagen y semejanza. A decir verdad, están tan acostumbradas ambas a dirigirse a sus respectivos rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar escándalo en las personas que mantienen la cabeza sobre los hombros y que no se rigen por fidelidades de ese tipo. Uno de los últimos episodios de este tipo lo han protagonizado hace unos días El País y la Conferencia episcopal. El País dio una información errónea sobre los privilegios fiscales de la iglesia católica. Cuando la Conferencia episcopal envió una carta de rectificación, El País no la publicó y también hizo caso omiso el defensor del lector. Si todo hubiera quedado ahí, la Conferencia episcopal hubiera podido proclamarse ganadora por uno a cero. Sin embargo, decidió ir más lejos y emitió un comunicado en el que acusaba a El País de falsedades porque había atribuido las exenciones fiscales de la iglesia católica a los Acuerdos de 1978 y no a la ley de 2002 y porque había afirmado que sacerdotes y obispos estaban en nómina del Estado cuando, en realidad, sus emolumentos se cubrían con fuentes como la casilla en el impreso del IRPF. No dudo de que haya habido católicos que se hayan sentido confortados por ese comunicado, pero al ciudadano de a pie que contempla cómo le suben impuestos mientras que la iglesia católica disfruta de beneficios fiscales como los sindicatos, ¿qué más le da si la base legal son los Acuerdos de 1978 o la ley de 2002?  Aún más.  Seguramente, se habrá preguntado por qué tiene que haber una casilla en el impreso del IRPF que le obligue a elegir entre la iglesia católica o las lesbianas de Bibiana Aído cuando él se considera ya mayorcito para elegir si financia o no a alguien.   Permítaseme ir un poco más allá.  ¿Por qué no se deja en libertad a los fieles y, de paso, también se deja en libertad a creyentes o no-creyentes de financiar o no a sindicatos y partidos políticos?  Reconozco que quizá se deba a mi malicia natural, pero temo que unos y otros temen que si nos dejaran en libertad recogerían mucho menos dinero.

En el fondo, como antaño el pontífice que firmó la encíclica Mirari vos, todas estas instancias parecen creer que la libertad es pecado. De hecho, históricamente, los que se han opuesto a esa visión, como los liberales de Cádiz, han pagado muy caro el intento con el exilio o la muerte… igual que los judíos de 1492 o los protestantes del siglo XVI.

Debo decir sin el menor sentimiento de culpa que yo creo, por el contrario, que la libertad – que tan acertadamente asoció el papa Gregorio XVI con los protestantes – es algo extraordinariamente grande frente a lo que no deberíamos tener miedo.

Si frente a las imposiciones de los sindicatos, opusiera la libertad de contratación.

Si frente a las limitaciones intervencionistas que se justifican lo mismo recurriendo al socialismo que a la doctrina social de la iglesia católica, existiera una verdadera libertad de mercado.

Si frente a las concesiones de radio y TV otorgadas por el poder, existiera una libertad para abrir emisoras.

Si frente a la opinión cautiva, se viviera sin limitaciones la libertad de expresión. 

Si frente a los mil y un vericuetos para vaciarnos los bolsillos en favor de  cualquier casta privilegiada, cada trabajador, cada fiel o cada afiliado mantuviera libremente lo que quisiera sin que los demás lo tuvieran también que hacer.

Si frente a los dictados de cualquier grupo mantuviéramos la libertad de criterio por encima de cualquier otra consideración.

Si frente a la seguridad y al pesebrismo, amaramos la libertad de conciencia…

Si así fuera, quizá algunos, siguiendo el ejemplo del papa de la Mirari Vos, llegarían a pensar que hemos entrado en conductas “audaces y criminales” como las que, por definición, caracterizan a los protestantes, pero, en realidad, España se colocaría en el camino de ser una nación más grande de lo que ha sido nunca y, sobre todo, con más futuro.

(Continuará)

En España

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