Conocí a Germán Yanke a finales de los años 70. Él era un joven licenciado en Derecho, yo era otro joven licenciado en lo que entonces se llamaba Ciencias de la Información. Él vivía en San Sebastián, yo en Vitoria, y en eso he de reconocer que él salía claramente beneficiado, dado que la bella Easo es una de las ciudades más bonitas de España. Luego, la vida y los avatares profesionales nos separaron, hasta que nos volvimos a reencontrar en Madrid a mitad de la década de los 90. Y a partir de ahí reanudamos nuestros contactos y se fue solidificando una sincera amistad.
Por eso, cuando el pasado domingo recibí a primera hora de la tarde un whatsapp en el que me comunicaban el fallecimiento de Germán, aunque sabía de su enfermedad y de su delicado estado de salud, sentí un profundo dolor y una inmensa pena. Es un ejercicio muy hispano hablar bien de las personas cuando han fallecido, aunque el que lo haga no piense exactamente lo mismo. Personalmente, prefiero callar o no emitir ningún juicio si no puedo hablar bien del finado.
Pero este no es el caso con Germán. Era, y lo digo con conocimiento de causa, una muy buena persona. Con sus defectos y sus virtudes, como todos. Tenía un buen fondo, una visión positiva de la vida y de las personas, un afán de ayudar a la gente, de estar pendiente de ella. Era detallista. Recuerdo que tras un viaje a Washington me trajo –y me lo dio en una comida con enorme ilusión– un bote para bolígrafos y lapiceros con la inscripción "Cato Institute", un laboratorio de ideas con sede en la capital de Estados Unidos. Los lectores pueden preguntarse, ¿y dónde está la gracia de esta anécdota? Pues que a mí, desde muy pequeñito, mi familia y mis amigos me llaman Cato. Ese era Germán. Ese bote, evidentemente, lo tengo en la mesa de mi despacho y a partir de ahora me servirá para tener más presente a German.
Sus ideas políticas eran perfectamente conocidas, y se encuadrarían en lo que es un centroderecha liberal, aunque él, como persona de mente abierta, tenía muy buena relación con gentes de distinta ideología. Por ejemplo, mantenía una muy buena amistad con algunos dirigentes del PSE de aquellos años, especialmente con Nicolás Redondo Terreros o Rosa Díez. También era muy amigo del fallecido alcalde de Bilbao Iñaki Azkuna, que, aunque militante del PNV, era una rara avis dentro del partido fundado por Sabino Arana. Les unía a ambos su pasión por el bilbaíno Miguel de Unamuno y por su obra.
En el tema vasco, y específicamente en la lucha contra ETA y contra el nacionalismo obligatorio que representaba el PNV, Germán no tenía ninguna fisura. Era un firme defensor de la libertad y de los valores constitucionales. Ahí están para corroborarlo sus múltiples artículos en El Mundo o sus intervenciones en tertulias radiofónicas o televisivas.
Cuando en la actualidad se echa en falta en el universo del centroderecha una ausencia de convicciones, de creer en y defender unos valores, personas como Germán, desde su ámbito de escritor y periodista, serían muy necesarias. Él sí que supo dar la batalla de las ideas, porque las tenía, porque creía en ellas, porque era culto y además tenía muy buena pluma y una fina ironía. Era un buen polemista, aunque a veces llegara a ser lo que en términos coloquiales se definiría como un tocapelotas, pero nunca resultaba hiriente.
Tuve la oportunidad de colaborar con Germán, como analista político, en su Diario de la Noche, en Telemadrid, que fue uno de los momentos más brillantes de su carrera profesional, junto a los magníficos resúmenes de prensa que hacía en La Linterna de la COPE con Federico Jiménez Losantos.
He sentido mucho la muerte de Germán, y quiero aprovechar esta oportunidad que me da LD para mandar mi más sincero pésame a su mujer, Idoia, a sus familiares, a su entorno más cercano. Como creyente, he rezado por el eterno descanso de su alma y estoy seguro de que el día de mañana nos reencontraremos en el cielo –espero llegar allí…– y seguir disfrutando para siempre de su amistad y de su sabiduría.