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Cayetano González

El aborto y la 'superioridad moral' de la izquierda

¿Se puede defender el derecho a la vida del no nacido sin ser tildado de ultraconservador, fanático religioso o enemigo de la libertad de la mujer?

¿Se puede defender el derecho a la vida del no nacido sin ser tildado de ultraconservador, fanático religioso o enemigo de la libertad de la mujer?

La virulenta reacción de la izquierda política, social y mediática contra el anteproyecto de ley aprobado por el Gobierno para modificar la actual legislación sobre el aborto pone en evidencia dos cosas: que el Ejecutivo del PP ha hecho muy bien en sacudirse sus complejos seculares para cumplir una de sus promesas electorales y, en segundo lugar, que esa izquierda que tanto brama en estas horas se sigue considerando la única legitimada para opinar, sentar cátedra y legislar sobre las cuestiones que de verdad conforman un modelo de sociedad.

¿Se puede defender el derecho a la vida del no nacido sin ser tildado de ultraconservador, fanático religioso, enemigo de la libertad de la mujer u otras lindezas similares? Según estos progresistas de los partidos de izquierda o sus terminales mediáticas, claramente no. Pues yo me niego a aceptar que defender la vida del ser más indefenso, que no es otro que la criatura que anida en el seno materno, sea menos progresista que su contrario. Lecciones de moral por parte de esa izquierda política, social y mediática, las justas.

El papa Francisco, tan jaleado y alabado en nuestro país por esa progresía que quiere ver en el nuevo romano pontífice una especie de signo que cambiará el rumbo de la Iglesia, acaba de escribir lo siguiente, en el punto 213 de su exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio):

Entre esos débiles que la Iglesia quiere cuidar con predilección están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. En un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarán sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno.

No hace falta ser creyente, acudir a argumentos confesionales o a voces tan autorizadas como la del Papa para defender el derecho a la vida del no nacido. Basta con la razón y, eso sí, tener un mínimo de coherencia y de honestidad intelectual: si se defienden los derechos humanos –el primero y más importante es el derecho a la vida–, se defienden los de todos los seres humanos –el no nacido lo es– en todos los momentos y circunstancias de la vida.

En España se producen una media de 120.000 abortos al año. Un auténtico drama, una tragedia, algo que una sociedad que no quiera avergonzarse de ello en un futuro no debería tolerar y contra lo que habría que revelarse. Por lo tanto, hablar del aborto como un derecho de la mujer, como hace la actual ley, aprobada por el Gobierno de Zapatero en el 2009, es un auténtico dislate. El aborto nunca puede ser un derecho. Será, es de hecho en la mayoría de los casos, un drama para la mujer que se plantea eliminar la vida del ser que lleva dentro. Y las instituciones, los poderes públicos, la sociedad en general deberán ofrecer a esas mujeres que por circunstancias extremas –por ejemplo los casos de violación– se planteen abortar otras alternativas. Sin duda, los casos extremos son complejos y difíciles de resolver, pero en ningún caso se pueden convertir en la excusa que justifique una legislación que fomente el aborto en lugar de la maternidad.

Por eso la frivolidad, la demagogia y el cinismo de algunas voces que se han alzado en estas últimas horas contra el nuevo anteproyecto de ley aprobado por el Gobierno no son de recibo. Algunos de los argumentos empleados producen auténtico bochorno. Oír al líder, es un decir, del PSOE manifestar que con esta nueva ley las mujeres que quieran abortar tendrán que volver a coger un vuelo chárter para ir a Londreses todo un síntoma más de lo mal que está el partido fundado por Pablo Iglesias.

La izquierda, cuando llega al poder, siempre se muestra diligente para imponer su ideología por decreto ley. ¿O es que nos olvidamos de lo que hizo Zapatero con la ley de matrimonios homosexuales, la de identidad de género o la Ley Aído sobre el aborto? Si lo hacen ellos, bien hecho está. Si otros, aunque sea con la legitimidad que dan las urnas, se atreven a tocar esas cuestiones –a las que habría que añadir todo lo relacionado con la educación y la libertad de enseñanza–, entonces se rasgan las vestiduras y claman contra quienes osan hacer tal cosa, porque se creen, no se sabe en base a qué, superiores al resto de los mortales que no comparten sus planteamientos.

El PP tuvo hace dos años once millones de votos. En su programa electoral llevaba una propuesta para reformar La Ley Aído sobre el aborto en la dirección de restringirlo a unos supuestos muy determinados y fomentar la maternidad. Eso es lo que acaba de aprobar el Gobierno, y por una vez que cumple una promesa electoral habrá que felicitarse, y desear que durante el trámite parlamentario del anteproyecto de ley no sucumba a las presiones que recibirá, incluso de sus propias filas, para modificarlo. Una buena parte de su base social se lo agradecerá.

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