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Carmelo Jordá

Un hombre enfermo

¿Puede un hombre enfermo ser rey de España? Y la respuesta es obvia, aunque sorprendentemente casi nadie parece querer darse cuenta: no.

¿Puede un hombre enfermo ser rey de España? Y la respuesta es obvia, aunque sorprendentemente casi nadie parece querer darse cuenta: no.

Escribo estas líneas poco después de que el rey Juan Carlos acabe de entrar en la clínica en la que va a ser operado. Dependiendo del estado de la infección, estará entre ocho semanas y seis meses recuperándose. En los últimos tres años ha pasado por el quirófano ocho veces, y en cada una de ellas ha necesitado, como es lógico, el correspondiente tiempo de baja.

Nos puede gustar más o menos, quizá no sea políticamente correcto decirlo, pero con este historial es obvio que estamos hablando de un hombre enfermo o, al menos, con serios y recurrentes problemas de salud.

La pregunta es, por tanto, inevitable: ¿puede un hombre enfermo ser rey de España? Y la respuesta está clara, aunque sorprendentemente casi nadie parece querer darse cuenta: no.

Ha pasado el tiempo, y hace mucho, en el que el Rey podía ser un hombre enfermo viviendo en un distante palacio, oculto a los ojos del pueblo y sin medios de comunicación que fiscalizasen su vida. Incluso ha pasado el tiempo, tal y como nos mostraba no hace mucho la espléndida película El discurso del Rey, en el que un monarca puede tener un defecto muy visible –o audible.

Un monarca del s. XXI no sólo debe firmar leyes en una cama de hospital o en una habitación de Zarzuela, sino que debe viajar, mantener contactos internacionales, representar al país en foros distintos y distantes… Y todo eso sin olvidar aquello de "moderar y arbitrar", que se diría que ahora resultaría conveniente en un par de asuntillos como la unidad nacional.

Por otro lado, y más allá de un estado de salud que es muy difícil considerar transitorio, por mucho que los agradaores se empeñen lo cierto es que el Rey hace ya algún tiempo que no ejerce bien muchas de estas funciones, y ya no prestigia ni al país ni a la institución.

No niego que Juan Carlos I haya prestado servicios importantes a España, muy importantes, pero no veo la necesidad de que prolongue su reinado en una agonía, no sólo física, que únicamente servirá para que olvidemos lo mucho bueno que tuvieron sus primeros años en el trono.

Por otro lado, hasta los palmeros más conspicuos del juancarlismo coinciden en alabar las virtudes y los méritos del heredero. Y lo cierto es que los tiene, y parece que será un rey solvente -mucho más solvente de lo que actualmente es su padre; incluso se diría que será capaz de revitalizar una institución que es obvio que no pasa por su mejor momento.

En las monarquías del s. XXI la abdicación es algo normal y, tal y como hemos visto en Holanda y Bélgica este mismo año, puede ser una oportunidad para transmitir, al interior y al exterior, una imagen de vitalidad, de solidez institucional e incluso de glamour, si me perdonan la frivolidad.

No pasa nada, es lo lógico, no hay nada que temer en que un hombre enfermo transmita la corona a su muy capaz hijo. El Rey debe abdicar, y no es un drama ni un peligro para las instituciones; todo lo contrario: es una oportunidad.

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