Los próximos años podrían ser los más intensos de la historia de Madrid: nunca nos hemos enfrentado los madrileños a dos proyectos que supusiesen un cambio tan radical para la capital, su economía y su proyección en todo el mundo.
Me estoy refiriendo, por supuesto, al polémico Eurovegas y a los Juegos Olímpicos, a los que, por tercera vez consecutiva, opta la ciudad.
Ya sabemos que, si las cosas no le fallan a Sheldon Adelson, el impresionante complejo turístico sí estará por aquí. Los plazos están todavía por determinar, pero se habla de 2016 como una fecha en la que podría estar en marcha la primera fase del proyecto. De la cita olímpica no tenemos confirmación ni seguridad, toca esperar hasta el año que viene, pero sí fecha fija en el calendario: dentro de ocho veranos.
La indudable importancia de ambos proyectos y su coincidencia en el espacio y, en cierto sentido, en el tiempo podría suponer que alguien tuviese la tentación de establecer comparaciones. La mala prensa que muchos sectores quieren crear a Eurovegas haría que los Juegos ganasen cómodamente, pero una reflexión más sosegada debería llevarnos, precisamente, a la conclusión opuesta.
¿Juegos Olímpicos? ¡Preparen las carteras!
Lo primero que habría que hacer, si se pretende cierta profundidad en el análisis, sería pensar en el dinero que nos costarían. Por un lado tenemos los JJOO, en los que ya nos hemos gastado decenas de millones para, por el momento, cosechar dos sonoros fracasos. A esa fastuosa cantidad habría que añadir mucho más si recibiéramos el regalo envenenado de la designación, de modo que nuestras paupérrimas arcas públicas recibirían un nuevo y terrible rejonazo en forma de deuda.
En cambio, en Eurovegas los riesgos y la inversión corren por cuenta de una empresa privada y de aquellas entidades financieras, previsiblemente también todas privadas, que deseen apostar por el proyecto.
La apuesta de Adelson no es, en modo alguno, una locura: el modelo de negocio que propone Las Vegas Sands está avalado por sucesivos éxitos; un modelo que, además, ha cambiado el carácter y casi el alma de una ciudad que ya era uno de los principales destinos turísticos de Estados Unidos.
Tal y como ha afirmado una y otra vez Esperanza Aguirre, la última hace sólo unos días, la Comunidad de Madrid, principal colaborador político del proyecto, no pondrá un euro de dinero público.
¿Y después qué?
Tan importante como el monto y la procedencia de la inversión es tener en cuenta el día después. Pensemos especialmente en los JJOO, una juerga al fin y al cabo efímera: tras tantos años de espera y esfuerzos, las competiciones, y con ellas los ojos y la atención de miles de millones de personas, duran sólo un par de semanas.
Tenemos cerca dos buenos ejemplos para ver qué queda tras el raudo paso de la tribu olímpica: Barcelona y, paradójicamente, Madrid. En el caso de la primera hay que reconocer que los JJOO significaron una inmensa campaña publicitaria cuyos réditos todavía disfruta la Ciudad Condal, aunque también cabría preguntarse qué habría podido hacerse en este ámbito si se hubiese gastado la mitad del dinero en una publicidad y un marketing más convencionales.
Sin embargo, si reparamos en las grandes obras descubrimos cómo el Estadio de Montjuic o el Palau de Sant Jordi son lugares infrautilizados, albergan sólo contados acontecimientos deportivos o musicales. En cuanto a las infraestructuras viarias, ya han quedado superadas. Además, parece que se ha creado una dependencia de los grandes acontecimientos; como si la ciudad sólo pudiera avanzar a golpe de planes y gasto públicos: no muchos años después de los Juegos vimos cómo se organizaba el extraño y onerosísimo Forum.
Por lo que hace a Madrid, tiene ya unas infraestructuras notables –cuya puesta al día no podría esgrimirse como justificación para la organización de unos Juegos–; y también tiene infraestructuras deportivas infrautilizadas; y eso que todavía no han sido usadas para su supuesta olímpica finalidad: el estadio de la Peineta, la Caja Mágica... muchos metros vacíos, mucho gasto sin sentido.
En definitiva, nos encontramos con la paradoja de que el proyecto derrochador, que pagamos con nuestro dinero, que dura cuatro días y deja después poco más que deudas es defendido prácticamente por todos los medios y políticos; mientras que el proyecto en el que no pondremos un duro, que creará puestos de trabajo estables e infraestructuras para muchos años es denostado por sectores muy amplios de la opinión, por los medios, por toda la izquierda política y por parte de la derecha.
Y luego la culpa de lo nuestro la tendrá Merkel.