Cada vez me es más evidente la verdad de la frase de Jean-François Revel: "Hoy, como antaño, el enemigo del hombre está dentro de él. Pero ya no es él mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira". En efecto, la ignorancia ha sido y es el gran obstáculo del ser humano para desarrollarse con plenitud. La filosofía surge reflexionando sobre la antinomia entre el saber y la ignorancia. Platón y Aristóteles colocaron en la misma naturaleza humana el impulso al conocimiento.
Pero el hombre es un ser ambivalente. Lo que los clásicos no valoraron, sin embargo, es la libido ignorandi que también habita en todo hombre: sí, un deseo de no saber, de mantenerse en los prejuicios trabajosamente afianzados durante años, gracias a los que nos defendemos de la verdad, siempre exigente y arriesgada. La ideología se aprovecha de ese deseo humano de ignorancia de varios modos. Quizá el más actual sea el de la mentira. Mentir una vez y las veces que sean necesarias para manipular y orientar conductas y mentalidades hacia la dirección que la ideología ha determinado de antemano. La mentira no conoce los hechos; simplemente los ignora o los desprecia, cuando no le queda más remedio que reconocerlos como dato; la mentira se pavonea como la única verdad incontestable y machaca a quien duda honradamente de ella. La mentira –reconozcámoslo con temblor– no sólo surge de intereses espurios o de ideologías antihumanas (nazismo, comunismo, feminismo radical, racismo, xenofobia, ideología de género...), sino de un deseo íntimo en el hombre de ignorarse a sí mismo y de desconocer la verdad del mundo. La mentira no es sólo un error; es, principalmente, un recurso para dejar de abrazar la verdad, que nos hace libres, que nos arroja a la intemperie de una vida atractiva pero difícil. El hombre necesita de la mentira.
Los últimos ataques contra el Papa y el orden sacerdotal son un ejemplo elocuente de la propagación desvergonzada de la mentira. Sin duda la podemos interpretar desde dos niveles distintos pero complementarios.
Por un lado, la ideología laicista quiere desacreditar la gran autoridad moral y religiosa de la Iglesia en su defensa de la vida –rechazo al aborto, a la eutanasia, a la experimentación con embriones, a la banalización de la sexualidad-; pero no es asunto menor que el descrédito quiere extenderse también a la gran tarea educativa que protagonizan los centros católicos. Cuerpo y alma –salud y educación– son los dos ámbitos en los que el laicismo sin duda arremeterá en los próximos años para destruir la autoridad de la Iglesia como institución social con voz pública.
Con todo, hay un matiz nuevo que deseo indicar. La mentira alcanza al Papa y al sacramento sacerdotal, esto es, al núcleo de la Iglesia como institución. Poco importa que el Vaticano haya dejado en evidencia la burda maniobra de The New York Times, generosamente propalada por la Nation Public Radio; lo que importaba era lanzar a la opinión pública mundial que la Iglesia Católica está plagada de sacerdotes pederastas y que incluso Ratzinger pudo condescender en el caso "Murphy". Por supuesto, a nadie importa que menos de un 0,5 por ciento de sacerdotes sean pederastas (la mayoría de los cuales, homosexuales: dato cuidadosamente silenciado).
En este primer nivel de reflexión, el laicismo ya no pretendería derruir la autoridad social de la Iglesia, sino al mismo tiempo destruirla desde dentro: los últimos exabruptos de Cayo Lara, el gran defensor de la dictadura castrista, o las soflamas calumniosas de Maruja Torres son ejemplos de ello. El interesado debate sobre la castidad hay que situarlo en este contexto.
La batalla cultural que desde hace años se da en Europa entre la ideología laicista y el catolicismo no ha hecho más que empezar. En este primer nivel la transparencia, la revelación de los hechos, la defensa de la Tradición y, sobre todo, la falta de miedo ante los poderes de este mundo deben ser las armas del católico actual. Son, sin duda, los instrumentos de Benedicto XVI.
Pero no seamos ingenuos. El deseo de ser ignorante, al cual la mentira es sierva solícita, es extremadamente poderoso. Estamos ya en el segundo orden o nivel, habitualmente ignorado. Dejémoslo claro: en las sociedades occidentales la ignorancia no se debe a una falta de información del ciudadano; más bien se diría que la información, en muchas ocasiones, genera juicios interesadamente falsos en la opinión pública. Una información que pasa por tal, pero que es des-información.
Una sociedad de la desinformación es la expresión histórica del temor del hombre a la verdad de los hechos. El hombre busca la verdad, pero le tiene miedo. La libido ignorandi instala al hombre en la comodidad de los juicios hechos (pre-juicios), en la pereza del análisis y del esfuerzo por tener un criterio propio contrastado racionalmente. El no-saber permite la tranquilidad irresponsable del "no sabe o no contesta". Incluso nos puede persuadir de que la felicidad está en la misma ignorancia y de que quien piensa vive atribulado tomándose las cosas demasiado en serio.
En este segundo orden, la información objetiva sobre los hechos tendrá como oponente no tanto la mentira cuanto la resistencia de tantos hombres a abrirse a la Verdad que habita y comunica la Iglesia. Una Verdad que es de un atractivo y de un vigor que no es de este mundo, pero que nos lo pide todo; una Verdad –Cristo– que nos salva, pero que necesita de nuestra colaboración. Cristo, es cierto, rompe nuestros esquemas para darse enteramente. Ahora bien, el corazón del hombre, que clama por Dios, siente miedo ante un señorío que surge de Otro. La Iglesia recuerda al hombre actual esta incómoda dualidad que convive dentro de él.
Un modo de aquietar el corazón inquieto de nuestros contemporáneos es denigrar a la Iglesia de Cristo: se calla una voz incómoda y se narcotiza el corazón del hombre atiborrándole de sucedáneos de Dios. El laicismo juega sus cartas en ese segundo orden, que la mera exposición objetiva de los hechos poco puede hacer.
La Iglesia, que es experta en humanidad, bien sabe que sólo el encuentro personal con Cristo puede transformar la vida. He ahí su poder, que el laicismo jamás entenderá. ¡Qué razón tenía el gran Igino Giordani cuando escribía en los años veinte: "En otra época se combatía el cristianismo en nombre de la razón y de la libertad. Hoy podemos afirmar esto: que ya no se puede combatir el cristianismo sino destruyendo la razón y la libertad"!