En Milán, hace unos veinte años, una señora furiosa porque su exmarido le había rebajado la pensión alimenticia cambió la historia política de Italia. Entró de madrugada en la oficina del excónyuge en busca de pruebas de sus ingresos reales para presentarlas a los tribunales y encontró rastros de cuentas en Suiza por un par de millones de dólares.
El personaje se llamaba Mario Chiesa. Era ingeniero y dirigía algo así como un pequeño hogar para ancianos. Pertenecía al Partido Socialista Italiano y ese dinero era parte de las coimas que recibía de unos empresarios que le pagaban comisiones en efectivo y que iban a parar a las arcas del partido y a los bolsillos del funcionario corrupto.
Era la punta del iceberg. Como si se tratara de una excavación arqueológica en el reino de la inmundicia, comenzaba a emerger Tangentópolis, una secreta ciudad de trampas y extorsiones que existía bajo la superficie de la bella y vibrante Milán. Tangente es como le llaman los italianos a la coima, el dinero con que los empresarios corruptos untan a los políticos o funcionarios que pueden favorecerlos con contratos o eliminarles engorrosas trabas burocráticas.
Mario Chiesa, el Señor 10%, fue a parar a la cárcel por varios años, pero, como en la historia bíblica de Sansón y los filisteos, cuando su jefe, Bettino Craxi, lo llamó "pequeño maleante", derribó el templo con amigos y enemigos dentro y aquí nos morimos todos.
Y así fue. Actuó la Justicia italiana, capitaneada por Antonio Di Pietro, y se hizo evidente lo que todos sospechaban: los partidos políticos estaban podridos por la corrupción. Los que pertenecían al arco democrático enriquecían a sus dirigentes y se financiaban por medio de las tangentes, mientras el partido comunista italiano, el mayor de Europa, lo hacía, también ilegalmente, con los negocios que facilitaba la Unión Soviética.
El episodio se saldó con doce suicidios, cientos de presos y la disolución de todas las grandes estructuras políticas surgidas en Italia tras la Segunda Guerra Mundial. La Democracia Cristiana, los socialistas, los liberales, los comunistas, todos tuvieron que reinventarse, dando paso a caras nuevas, a veces, incluso, menos recomendables, como la de Silvio Berlusconi.
Traigo a colación esta vieja historia porque España puede estar en trance de repetirla. Los socialistas andaluces y el Partido Popular que hoy gobierna el país están bajo la lupa de la justicia por casos sistémicos de corrupción.
Subrayo lo de sistémico porque, de ser ciertas las alegaciones aparecidas en la prensa (algo que niegan las cúpulas de ambas formaciones), no se trata de la anécdota aislada de un funcionario inescrupuloso que recibe dinero por debajo de la mesa a cambio de favores, sino de una práctica masiva y continuada a lo largo de los años, en la que están involucrados cientos de personas relevantes de ambos partidos.
En realidad, la financiación de los partidos políticos durante la transición española a la democracia se hizo ilegalmente, mientras todos pretendían ignorarlo. Era frecuente que los bancos y otras grandes empresas disfrazaran sus donaciones, que eran verdaderas coimas, simulando que pagaban por estudios puntuales sobre cualquier cosa.
Naturalmente, lo hacían –como sucedía en Tangentópolis– a cambio de favores, la concesión de obras públicas y la aprobación de medidas legislativas. No regalaban su dinero: lo invertían para sacarle provecho en el futuro, vulnerando el sistema de competencia y méritos que prometía la Constitución.
Posteriormente se aprobó una generosa ley de financiamiento de los partidos políticos, pero ya estas instituciones se habían acostumbrado al secreto contubernio con los empresarios a todos los niveles. Los negocios jugosos no sólo se hacían en las capitales de las grandes autonomías: algunos alcaldes y concejales de pueblos pequeños también vendían sus favores e influencias.
Esperanza Aguirre, la expresidente de la Comunidad de Madrid y cara limpia del Partido Popular en esa zona de España, ha pedido a su grupo político que asuma sus responsabilidades y colabore con la Justicia.
Ojalá le hagan caso. Si hay culpa, el momento no es de cavar trincheras y defenderse corporativamente, sino de ofrecer disculpas, colocarse bajo la autoridad de la ley y rectificar. De lo contrario, el vendaval puede barrerlos de la historia. Como sucedió en Tangentópolis.