Circula por internet una divertida parodia de "Despacito", la exitosa canción de Luis Fonsi, ridículamente bailada por Raúl Castro, su hijo Alejandro, coronel formado en Moscú en las escuelas de inteligencia del KGB, y el nieto y guardaespaldas del general-presidente Raúl Guillermo, apodado el Cangrejo.
Es la familia imperial cubana. Los tres, como toda la población, perciben que el país se hunde en la miseria, pero están paralizados por el terror a perder el poder. A estas alturas, Raúl no tiene la menor duda de que el Capitalismo Militar de Estado no funciona, y sabe que sus reformas, los lineamientos, han fracasado, pero insiste en marchar hacia el abismo sin prisa, pero sin pausa.
El CME es el modelo económico puesto en marcha por Fidel desde los años noventa, orgullosamente diferente al chino y al vietnamita. ¿Por qué no funciona?
Esencialmente, por dos razones vinculadas a la naturaleza humana: primero, porque no está basado en incentivos sino en el temor a los castigos. Si algo aprendimos con toda certeza del conductismo es que los refuerzos positivos tienden a reproducirse, mientras que los negativos producen el efecto contrario. En segundo lugar, el CME prohíbe y reprime el ímpetu de los emprendedores, que es el principal motor del desarrollo y el progreso de cualquier sociedad.
Grosso modo, el CME se basa en la idea de que las principales fuentes de riqueza de Cuba están en las dos mil quinientas empresas medianas y grandes del país, todas resguardadas en el ámbito estatal, preferentemente dirigidas por militares, mientras las actividades menores de servicio (restaurantes, pequeñas pensiones, payasos de fiestas particulares y un sinfín de minucias) darían trabajo al grueso de una población cuidadosamente vigilada para que no acumule capital y así privarla de su potencial poderío político.
Objetivamente, estamos frente a un modelo de organización económica centralizado y planificado, sustentado en el mecanismo escolástico clásico: todas las verdades ya han sido descubiertas por los padres de la patria, y lo único que le queda a la sociedad es verificar constantemente la sabiduría de los próceres.
De esa estupidez se deriva otra: ya han sido formulados los 500 proyectos que aguardan en Cuba a los capitalistas extranjeros que quieran invertir y beneficiarse de la mano de obra dócil y barata que abunda en el país. Los economistas del régimen los han detallado minuciosamente. La planificación centralizada es eso: todo ha sido pensado y elaborado. No hay espacio para la improvisación y la creatividad. Tampoco para el mercado ni la competencia, esos inventos diabólicos del neoliberalismo.
No sé si Raúl Castro y sus consejeros han examinado el perfil de las naciones modernas exitosas, pero todas están sujetas al crecimiento mediante lo que Hayek llamaba el orden espontáneo. La economía crece en ellas libremente, sujeta al mecanismo de tanteo y error, guiada por el impulso de los emprendedores con sus esfuerzos espasmódicos, en las que unas veces ganan y otras pierden, porque si algo es seguro en un régimen de libertad económica es que no existe la menor seguridad. Los consumidores son los que deciden y son impredecibles.
¿Y quiénes son esos emprendedores que asumen todos los riesgos? No se sabe con certeza. El economista Wilfredo Pareto, en otro contexto, lanzó la hipótesis del 80-20, y es probable que la proporción sea, más o menos, la que se presenta en todas las sociedades. El 20% persigue sueños, trabaja incansablemente, se esfuerza con denuedo, inventa, innova, fracasa y se vuelve a levantar, y tira hacia delante del 80% restante.
Es cierto que una reducida parte de ese 20% alcanza un éxito económico tremendo, pero perseguirlos en nombre de la igualdad, más que un crimen, es una absurda injusticia. Si Jeff Bezos es el hombre más rico del planeta es porque ha revolucionado la venta directa por medio de Amazon, y si Amancio Ortega es el más poderoso de España debido a las tiendas Zara es algo admirable que sólo condenan unos descerebrados de esa izquierda reaccionaria y mercantilista que continúa sin entender cómo se crea, esparce o destruye la riqueza.
A Raúl Castro y a su familia no les debería resultar tan difícil entender este fenómeno. A principios del siglo XX regresó a Cuba un gallego muy pobre y semianalfabeto que pocos años antes había ido a pelear a la Isla por cuenta de su derrotada España. Lo repatriaron, pero volvió. Tenía el fuego del emprendedor y advirtió que Cuba era una tierra de oportunidades.
Cuando murió, medio siglo más tarde, dejó una fortuna de unos siete millones de dólares (hoy serían 100), varias docenas de trabajadores, una finca azucarera grande en la que funcionaban un cine, una estafeta de correo y una escuela. Se llamaba Ángel Castro, era el padre de Fidel, Raúl y otra decena de hijos. Murió antes de que sus descendientes inventaran el nefasto CME.