La presidenta brasilera, Dilma Rousseff, canceló su visita a Barack Obama. Estaba ofendida porque Estados Unidos espiaba su correo electrónico. Eso no se le hace a un país amigo. La información, probablemente fidedigna, fue brindada por Edward Snowden desde su refugio en Moscú.
Intrigado, se lo pregunté a un exembajador norteamericano. ¿Por qué lo hicieron? Su explicación fue descarnadamente franca:
Desde la perspectiva de Washington, el brasilero no es exactamente un Gobierno amigo. Brasil, por definición y por la historia, es un país amigo que nos acompañó en la Segunda Guerra mundial y en Corea, pero no lo es su actual Gobierno.
Somos viejos conocidos. ¿Puedo dar tu nombre?, le pregunto. "No –me dice–. Me crearía un inmenso problema, pero transcribe la conversación".
Lo hago.
Sólo hay que leer los papeles del Foro de Sao Paulo y observar la conducta del Gobierno brasilero. Los amigos de Luis Ignacio Lula da Silva, de Dilma Rousseff y del Partido de los Trabajadores son los enemigos de Estados Unidos: la Venezuela chavista, primero con Chávez y ahora con Maduro, la Cuba de Raúl Castro, Irán, la Bolivia de Evo Morales, Libia en época de Gadafi, la Siria de Bashar al Asad.
En casi todos los conflictos, el Gobierno de Brasil coincide con la línea política de Rusia y China frente a la perspectiva del Departamento de Estado y la Casa Blanca. Su familia ideológica más afín es la de los Brics, con los que intenta conciliar su política exterior.
(Los BRICS son Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).
La enorme nación sudamericana ni tiene ni manifiesta el menor interés en defender los principios democráticos sistemáticamente violados en Cuba. Por el contrario, el expresidente Lula da Silva suele llevar inversionistas a la Isla para fortalecer la dictadura de los Castro. Se calcula en mil millones de dólares la cifra enterrada por los brasileros en el desarrollo del super puerto de Mariel, cerca de La Habana.
La influencia cubana en Brasil es solapada, pero muy intensa. José Dirceu, el exjefe de despacho de Lula da Silva, su más influyente ministro, había sido un agente de los servicios cubanos de inteligencia. Exiliado en Cuba, le cambiaron el rostro por medio de cirugía y lo devolvieron a Brasil con una nueva identidad (Carlos Henrique Gouveia de Mello, comerciante judío) y así funcionó hasta que se restauró la democracia. De la mano de Lula, colocó a Brasil entre los grandes colaboradores de la dictadura cubana. Cayó en desgracia por corrupto, pero sin ceder un ápice en sus preferencias ideológicas y sus complicidades con La Habana.
Algo parecido a lo que sucede con el profesor Marco Aurelio García, actual asesor de política exterior de Dilma Rousseff. Es un antiyanqui contumaz, incluso peor que Dirceu porque es más inteligente y tiene mejor formación. Hará todo lo que pueda por perjudicar a Estados Unidos.
Para Itamaraty, esa cancillería que tanto prestigio tiene por la calidad de sus diplomáticos, generalmente políglotas y bien educados, la Carta Democrática firmada en el 2001 en Lima es un simple papelucho carente de importancia. El Gobierno, sencillamente, ignora los fraudes electorales llevados a cabo en Venezuela o en Nicaragua, y es totalmente indiferente ante los atropellos a la libertad de prensa.
Pero eso no es todo. Hay otros dos temas sobre los cuales Estados Unidos quiere estar enterado de cuanto sucede en Brasil porque alcanza, de alguna manera, la seguridad de Estados Unidos: la corrupción y las drogas.
Brasil es un país notablemente corrupto y esas prácticas nefastas afectan a las leyes de Estados Unidos de dos maneras: cuando utilizan el sistema financiero norteamericano y cuando compiten de manera ilegítima con empresas de este país recurriendo a sobornos o comisiones ilegales.
El asunto de las drogas es distinto. La producción de coca boliviana se ha quintuplicado desde que Evo Morales ocupa el poder y el camino de salida de esas sustancias es Brasil. Casi toda va a parar a Europa y nuestros aliados nos han pedido información. Esa información a veces se encuentra en manos de políticos brasileros.
Las dos preguntas finales son inevitables: ¿apoyará Washington la candidatura de Brasil a ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU? "No, si me preguntan a mí –me dice–. Ya tenemos dos adversarios permanentes, Rusia y China. No hace falta un tercero". Por último, ¿seguirá Estados Unidos espiando a Brasil? "Por supuesto –me dijo–, es nuestra responsabilidad con la sociedad americana".
Creo que doña Dilma debe cambiar frecuentemente las claves de su correo electrónico.