En noviembre pasado, Wilman Villar, cansado de atropellos y de la falta de libertades, salió a la calle a protestar contra la dictadura de los Castro, acompañado por un pequeño grupo de jóvenes. La policía política, tras golpearlos y zarandearlos, los acusó de desacato y de resistencia a la autoridad. Pertenecían a una organización llamada Unión Patriótica de Cuba fundada por el ex preso político José Daniel Ferrer.
A partir de ese punto comenzó la agonía. A Wilman lo condenaron a cuatro años de cárcel, que debía purgar en una celda espantosa plagada de ratas y cucarachas. En rigor, el régimen violaba sus propias leyes. La Constitución cubana dice reconocer la libertad de expresión y manifestación, así que el preso político de inmediato comenzó una huelga de hambre para exigir se le hiciera justicia. A los pocos días, el oficial de más alto rango del presidio, un teniente coronel apellidado López Díaz, le pidió que depusiera su actitud porque habría un nuevo juicio, dado que era inconcebible que se condenara a una persona por desfilar con una bandera cubana y pedir democracia. Ese comportamiento no era delito en ninguna parte.
El militar mentía. No habría un nuevo juicio. Era sólo una treta para lograr que depusiera su actitud. Cuando lo supo, Wilman decidió volver a las andadas. Como todos los cubanos, había visto morir de hambre y de sed en la cárcel a Orlando Zapata Tamayo, y se había admirado de la entereza de Guillermo Fariñas cuando casi fallece por las mismas razones, pero no estaba dispuesto a ceder ante la estrategia represiva de la tiranía.
¿Cuál es esa estrategia? Consiste en mostrar la mayor indiferencia ante las protestas de los demócratas de la oposición. La dictadura es dueña de la vida y la muerte de todos los cubanos. Los maltrata, deja morir o asesina según les convenga a sus gerifaltes. Los Castro no están dispuestos a ceder ante ninguna petición de justicia o compasión. Llegaron al poder matando, lo ejercieron matando y lo mantienen matando. Sus códigos morales son los de una mafia, no los de un gobierno civilizado. Una de las expresiones que más repiten es ésta: "Nosotros llegamos al poder con los fusiles; el que lo quiera, que nos lo quite con los fusiles". Es la razón testicular la que impera en ese pobre país.
Los presos políticos no ignoran esta posición de fuerza de la dinastía militar que manda en Cuba, pero están dispuestos a dar la vida, lo único que les queda, para salvar la dignidad y no dejarse avasallar. A veces es difícil entender esta actitud del lado de acá de la reja, pero a lo largo de mi vida –ya bastante prolongada– he visto a muchos valientes que deciden morir gritando "¡NO!" antes que bajar dócilmente la cabeza.
Wilman Villar tenía 31 años cuando murió de hambre y sed, convencido de que dar la vida por la libertad de los cubanos valía la pena. Es la duodécima persona que fenecía en circunstancias parecidas a lo largo de estos 53 años de tiranía comunista. Wilman deja en total desamparo a una joven viuda enamorada y a dos niñas enfermas de cinco y siete años. La menor padece de asma; la mayor, de epilepsia. Ninguna entiende lo que le ha pasado a papi. Como son cristianos baptistas, la madre les ha explicado que se ha ido al cielo. "¿Y dónde está el cielo, mami?", preguntan. "Muy lejos de Cuba. Muy lejos", les responde.