Si alguien está en contra de una mala persona, ello no le torna automáticamente en buena persona. Quienes coinciden en el rechazo a una opción nefasta no representan por fuerza, reunidos en confluencia irritada, una alternativa deseable. Algunos despotrican contra el sectarismo y el familismo amoral que cultivan otros, de quienes denuncian su celo al encubrir a los del propio bando cuando traicionan al país y cometen crímenes, sean de lesa patria como el GAL o de cochambre privada como picaderos y áticos. Asesinatos y mangancias cuyo desenmascaramiento pringaría al progresismo. Convendría que ellos, que guardan algún traje entre las vergüenzas, no incurrieran en vilezas análogas, para no convertirse en pringosas calcomanías progresistas. Aproximadamente lo que suponemos que estaría acaeciendo con el 11-M, en donde los actores de reparto parecen haberse concertado para respaldar a muerte mentiras y chantajes de contrincantes domésticos y sátrapas extranjeros. Una conchabanza que, al superar en doblez un muladar de fintas y deserciones como el 23-F, sugiere barra libre para cualquier otra tomadura de pelo futura. Y de camino deja al país entero colgado de la brocha, hecho unos zorros, agusanado, catatónico, hozando en el cinismo y sin norte.
Naturalmente, es entrañablemente humano abonarse al untuoso mecanismo. La ley del embudo sólo acarrea réditos cuando los líderes del país la practican sin mala conciencia y con regodeo exhibicionista, mientras que cuantos la explotan ufanos y afanosos a escala menestral apenas sentirán desprecio, ya ni siquiera odio consuetudinario, hacia el que juegue limpio o exija una brizna de ética. Por eso, la afición al numerito cuando nos interesa ir de víctimas y a burlarnos del daño a las víctimas auténticas cuando tenemos a tiro erigirnos en verdugos sobrevive tan arraigada entre nosotros, que estamos doctorados en cobardía ventajista, sin percibir trastorno alguno en el órgano regulador de la lógica. Sólo si lográramos comportarnos, por convicción, con respeto al racionalismo humanista, después de vomitivos abusos cuyo apelmazamiento removiese incluso al demagogo medio, cabría la oportunidad de romper el círculo vicioso y respirar un aire menos rancio.
La historia depara una inagotable cantera de ejemplos: católicos y protestantes en el XVI y XVII, comunistas y fascistas en el periodo de entreguerras, izquierdas y derechas en la República y la Guerra Civil, musulmanes y judíos hoy. Quienquiera que se obceque en el maniqueísmo de asociar a los hunos con el bien y a los hotros con el mal forma parte del problema, no de la solución. Esto no significa que no concurran matices de peso. Que lo certero sea la equidistancia en bloque o la neutralidad impoluta. Que no haya un grado mayor de culpa en unos que en otros e individuos radicalmente nobles y bondadosos por doquier. Que no se dé un efecto reactivo o defensivo por parte de quienes, habiendo sentido la inquina y la ferocidad ajenas en sus carnes, se arrojen a responderle al enemigo con su misma medicina. En este sentido, y por repasar los conflictos arriba citados, habrá que recordar la prelación histórica, en la persecución intolerante y en el hambre de aniquilación, de las primeras facciones sobre las segundas. Por mucho que la evangelización dominante quiera retorcer las interpretaciones, descontado el post hoc, ergo propter hoc, trastocando causas y efectos al objeto de presentar el furibundo mesianismo propio como una lacra privativa del contrario. Y sin que condonemos las bestialidades y los saqueos cometidos por grupo o sujeto alguno, con argumentos de ideología, religión, igualamiento, salvación colectiva y demás potingues de la cosmética platónica.
¿Cómo salir de ésta? Desde luego no celebrando alborozados la muerte de Montesquieu, como hiciera Alfonso Guerra. Parecía un niño con su primer mecano y lo que había descubierto era la Gleichschaltung hitleriana, el yo me lo guiso y yo me lo como, la cercenadura de cualquier intempestiva restricción de checks and balances, el todo queda en casa, tíos. Pues en su desvelo por ahorrarle disentimientos al país, que menuda chorrada dividir los poderes, habían resuelto los socialistas que el juez, político, periodista, policía, intelectual o diputado que se moviera no salía en la foto. ¡Así han permanecido de quietitos los que triunfan, recibiendo melifluos sus medallas! Chupar cámara, continúan restregándonos nuestros progresistas, toquen el Vogue o la pasión marroquí, es lo fetén. La frontera entre estar y no estar en la pomada. Esa alma fea (y qué, somos nomenklatura), esclava de los siete pecados capitales.
Pero esa no parece una senda acertada. Por eso resultan tan burdos y melodramáticos los esfuerzos de ciertos dirigentes del PP que, a diferencia de lo que practica Esperanza Aguirre (por lo cual la detestan al unísono Gallardón, Rajoy y cualquier simpatizante de El País), intentan multiplicar las garantías, con zalemas dirigidas a ese mundo antiliberal, paternalista, gazmoño, ordenancista, mafioso y prepotente, de que, con ellos, el continuismo seguiría engrasado. Como si buscasen resucitar el turnismo de Cánovas y Sagasta (aquí inventar novedades es reciclar desechos), sólo que añadiéndole un maquillaje compuesto de sociología franquista, retórica leninista, peronismo cultural y monitorización orwelliana, para malmeter donde cunda. Estos genios ya ni siquiera logran darle descanso al engreimiento ahora que el país avizora una justificada ruina. No porque los secesionistas y los chiquilicuatres incendiarios a los que ha empingorotado el PSOE vayan a dejarnos en cueros, sino porque cada vez habrá más profesionales capaces, ciudadanos instruidos y librepensadores que opten por elegir otro paisaje. Para evitarse esas taras aborígenes, el paripé y el cainismo.