Algunos lo vivieron, pero muchos lo olvidaron. Yo era entonces joven e insensato: recorrí las calles desiertas buscando resquicios de libertad. Cómoda indolencia, miradas furtivas tras persianas entrecerradas, esquivos viandantes ingenuamente disfrazados de no trabajar... Y miedo. Mucho miedo. Se llamó 14-D.
Era 1988, la Huelga General por excelencia. Por convicción o temor, la siguieron casi todos. Salvo algunos que, discrepando del Gobierno socialista, no por ello quisimos apoyar a unos sindicatos que, desbordando su papel legítimo, aspiraban a dictar la política económica de la nación. Quién lo iba a decir: exactamente igual que ahora.
Pero en algo hemos mejorado. No por el fracaso de la convocatoria, en cuya discusión me resisto a entrar: las huelgas se pueden perder en la calle y ganar en los despachos, como sabe Eduardo Zaplana. Pero sí por haber aumentado la libertad de elegir de cada uno de nosotros. Protegiendo, aunque tímidamente, la libertad de no seguirla, las autoridades han hecho real el Derecho de Huelga, que si es coactivo no es Derecho. Imágenes como las de unos delincuentes amparados por la libertad sindical amenazando y coaccionando impunemente a una valiente trabajadora condensan lo mejor y lo peor que los conflictos suscitan. Perder el miedo ha sido la auténtica conquista social de los últimos años.
Con todo, nada ha ocurrido comparado con lo que vendrá. La violencia en la calle será pronto mayor, porque la frustración contenida es enorme entre nosotros. Desde la peor desesperación que atenaza a millones de españoles hasta el enfado de otros muchos, pasando por inquinas irracionales y perplejidades justificadas, la gente no solo tiene ganas de protestar: siente necesidad de gritar, de denunciar, de golpear, aunque sea a muñecos de trapo con cara de político o de banquero. El día en que un líder hábil y sin escrúpulos sepa canalizar esa frustración, la calle se incendiará, y echaremos de menos a los piquetes sindicales que informan a escupitajos y al Cojo Manteca.
Porque si esta Huelga General no ha podido aunar tanta frustración contenida es por la peculiaridad de los que la convocan y apoyan: millonarios consejeros de cajas de ahorros junto a gobernantes que negaron la crisis; sindicalistas adictos a restaurantes de lujo de la mano de ministras orgullosas de agilizar desahucios; profesionales de la subvención y la mamandurria caminando junto a esforzados líderes que elaboran estrategias sindicales durante cruceros de lujo en el Báltico. Lo que se ha dado en llamar casta política: los privilegiados que dicen querer salvarnos y nos hunden en nombre de la solidaridad.
Se está gestando un drama. Bastante es, desde luego, el de tantos millones de parados y tanto trabajador o empresario ahogado por las deudas y rematado por los impuestos. La inutilidad de nuestra clase política y sindical, la superficialidad y demagogia de gran parte de la prensa y la retirada silenciosa de los pocos pensadores que podrían aportar alguna luz hacen temer un panorama aterrador. Sabemos lo que hoy rechaza esta sociedad sin apenas esperanza ni ideas: casi todo lo que la rige. Pero ignoramos lo que ocurrirá cuando las cosas empeoren aún más y la semilla del odio por la libertad, tan alegremente esparcida por socialistas de derechas e izquierdas, germine gracias a la desesperación y la carencia de lo más básico. Entonces vendrá la verdadera Huelga General. Y el menor de nuestros problemas serán estos patéticos líderes sindicales y este triste simulacro que hoy hemos vivido.