Las derrotas son huérfanas y las victorias, reclamadas por mil padres. Pero de la maternidad, claro, es más difícil dudar. Y nadie duda de que la madre del cambio político y económico de Gran Bretaña fue Margaret Thatcher, una mujer hecha a sí misma desde una familia humilde que la educó en la cultura del esfuerzo y la superación.
Nadie duda, porque casi todos odian o aman a la que dirigió el Gobierno británico durante once años. Escribir sobre la Dama de Hierro es, pues, encarar a un lector que no espera más que ver confirmada su pasión, y denigrado al idiota que defiende a la presunta neoliberal insensible a la pobreza –¡ella, que creció sin agua caliente en casa!– o a la santa que salvó al mundo del comunismo, según el caso. Como admirador confeso de esa gran política, que no fue precisamente una peligrosa libertaria pero sí una mujer valiente, creo poder aportar a unos y otros alguna idea sobre el cambio económico que supuso.
La primera es que la situación que encontró la primera ministra en 1979. Treinta años después de arruinarse ganando una guerra que había empezado a luchar en solitario, Gran Bretaña era la consecuencia de un Imperio que había dejado de serlo, de una primera potencia económica que había cedido el puesto a varias otras y de una nación que había dejado de tener fe en su futuro. Sin siquiera intenciones de volver a despuntar, los británicos confiaron a los laboristas el Gobierno en 1945, consolidado unos planteamientos políticos que no serían del todo desterrados hasta la década de los ochenta.
El Gobierno conservador de Edward Heath se había topado en 1973 con la mal llamada Crisis del Petróleo. Estancamiento e inflación fueron enfrentados por los tories de forma nada distinta a como lo hubiera hecho un Gobierno socialista: controles de precios, imposiciones para reducir el consumo energético, regulaciones, expansión monetaria... y el dominio de unos sindicatos todopoderosos y con frecuencia violentos que imposibilitaban reconvertir sectores deficitarios. Curiosamente, naciones energéticamente dependientes, como Alemania o Japón, controlaron de inmediato la inflación, mientras productores netos como Gran Bretaña o Estados Unidos la sufrieron durante años. La verdadera crisis –como sucede hoy– no fue por el petróleo, sino por la respuesta intervencionista y ciega de Gobiernos sin principios. En 1974, Friedrich v. Hayek obtuvo sorprendentemente el Premio Nobel de Economía. Pero su influencia aún tardaría en llegar.
Fue entonces cuando se gestó la revolución económica en las Islas. Un grupo de personas con ideas claras y valor para defenderlas decidieron que podían cambiar la opinión de la gente pese a su propio partido, que había sido sustituido por un Gobierno laborista que se empeñó en terminar de hundir a Gran Bretaña. Harold Wilson reconocería lo absurdo de una política de inflación populista que solo consistía en huir hacia delante.
Personas como Arthur Seldon o Keith Joseph, desde el Institute of Economic Affairs, iniciaron una cruzada por la libertad económica que creían imprescindible. Otras influencias políticas se articularon desde el Center for Policy Studies y otros organismos. No hace mucho, Libre Mercado publicaba una serie de ocho artículos en los que Diego Sánchez de la Cruz analizaba brillantemente la influencia de Hayek, Friedman y otros en el Gobierno de la Dama de Hierro.
Esta cruzada no estaba madura cuando una serie de circunstancias y divisiones internas llevaron a Margaret Thatcher a la Presidencia del Partido Conservador. Contra todo pronóstico, una muy nerviosa mujer entraba en el número 10 de Downing Street. El verdadero cambio comenzó entonces.
Todos reconocen la claridad de ideas y la firmeza de la Thatcher. Decía lo que pensaba, e intentó siempre hacer lo que decía. No pretendía gustar, sino conseguir la recuperación de Gran Bretaña, que necesitaba algo más que una buena gestión. Permítanme no traducir sus palabras:
To change the nacional attitude of mind.
La inflación desbocada y el desempleo eran el problema más acuciante de Gran Bretaña. Pero era condición imprescindible acabar con el pernicioso dominio de un sindicalismo radical y violento que planeó auténticas batallas contra la libertad económica. Ello solo retrasó la recuperación y la victoria de una mujer que no estaba dispuesta a ceder para caer simpática. No cedió. Ni cayó simpática.
Las mayores críticas a la Dama de Hierro vienen de las consecuencias sociales de su política. En su famoso discurso "The Lady's not for turning" explicaba su preocupación por el desempleo:
La dignidad humana y el respeto a uno mismo son destruidos cuando hombres y mujeres son condenados al paro.
Pero lo cierto es que la recuperación económica de la Gran Bretaña fue indiscutible, y la conflictividad social desapareció cuando el poder sindical cedió y los resultados llegaron. Su política no fue radical, sino firme y constante. Algún consejo parece muy actual:
Si gastar dinero como si fuese agua fuese la respuesta a los problemas de nuestro país, no tendríamos ya problemas. Si una nación ha gastado, gastado y vuelto a gastar, ha sido la nuestra. Pero el sueño se acabó. Todo ese dinero no nos ha llevado a ningún sitio, pero aún debe venir de alguna parte. Los que nos piden (...) gastar aún más dinero indiscriminadamente en la creencia de que ayudará a los desempleados y a los pequeños comerciantes no están siendo compasivos. Nos piden que repitamos lo que nos llevó a esta situación.
Ella acertó entonces. ¿Estamos acertando hoy?
En palabras de Hayek, el gran mérito de Thatcher fue
romper la inmoralidad keynesiana del "a largo plazo todos muertos" concentrándose en el futuro a largo plazo del país, pese a los posibles efectos en los electores.
Y, en efecto, su dimisión fue consecuencia de discrepancias en su partido acerca del famoso poll tax y su política europea. Pero su muerte política supuso, a la vez, su inmortalidad. La recuperación se consolidó, y provocó un cambio radical en el Partido Laborista que, con sus luces y sombras, entró en el terreno de la sensatez económica y nacional. Ese gran cambio fue encarnado por Tony Blair.
No pretendo inspirar simpatía por la Dama de Hierro. Ella nunca lo quiso. Pero sí conoció la austeridad extrema, las consecuencias del paro y las de luchar por los propios ideales. Solo me permito un consejo: escuchen sus discursos y vean cómo ayudó a cambiar un país. "La prosperidad no viene de los grandes discursos de los economistas, sino de incontables actos de autoconfianza". Margaret Thatcher ayudó a Gran Bretaña a recuperar la fe en el futuro. Su lectura podría ayudarnos a recuperar nuestra nación y nuestro futuro.