Los talibanes –como les llaman popularmente los cubanos por su extremo conservadurismo– han ido cayendo uno a uno en los últimos meses, a la par que el raulismo afincaba posiciones y/o engrasaba su aparato transicional. Acaba de "colgar el sable" el más internacionalista de ellos, el inefable canciller Felipe Pérez Roque, escoltado por el vicepresidente del Consejo de Ministros, Otto Rivero. Antes habían caído Carlos Valenciaga y Hassan Pérez.
A todos ellos los marcaba un denominador común: habían sido promovidos por el propio Fidel Castro –otro de los caídos, Carlos Lage, que no pertenece al grupo talibán, también fue promovido por el hermano mayor– y, consecuentemente, se caracterizaban por reproducir el talante hosco y el pensamiento vacuo del "máximo líder". Los caracterizaban, además, unas maneras gansteriles por las que la banda de Raúl Castro, la vieja mafia de la Sierra Maestra, debía sentir algún desprecio o al menos cierta desconfianza. Ya se sabe que, más que nada, son los polos opuestos los que se atraen.
De manera que una primera explicación a este desmoronamiento talibán podría radicar ahí, en la naturaleza parasitaria y mafiosa del ala juvenil del conservadurismo castrista. Tal vez demasiados adjetivos para describir algo tan poco relevante. Lo cierto es que si ya existía una mafia organizada y probada en mil batallas (los Raúl Castro, Ramiro Valdés, José Ramón Machado, etcétera), y si además los talibanes respondían directamente a un líder que ya no es, lo más natural es que desaparecieran del escenario. A la vieja mafia no le interesan demasiado los destinos de la nueva mafia –sobre todo cuando ha sido promovida por un mafioso ya al borde de la muerte–, sino su propia permanencia en el poder y la continuidad de un proyecto contrarrevolucionario que involucra a sus familiares e intereses a largo plazo.
Una segunda explicación a este súbito descalabro talibán es de carácter simbólico y podría apuntalar, a su vez, la continuidad del proyecto contrarrevolucionario indicado arriba. Indirectamente, el ascenso al parnaso mediático de Barack Obama, su electrizante populismo, la relevancia histórica de su toma de posesión, más los múltiples retos que todo ello impone a un régimen que, como el castrista, respira por la boca del nacionalismo antiamericano y vive de la representación, podrían haber puesto a pensar a la vieja guardia. Era preciso "mover ficha" ante la conmoción obamista y el raulismo finalmente ha pisado el acelerador de su particular tránsito hacia el cambio cosmético.
En el ámbito internacional, la caída de los talibanes podría inducir la sensación de que algo se mueve en Cuba. Se atisban, en el horizonte, los cambios por tanto tiempo esperados –pensarán algunos–, pero sólo se trata de perseguir, y ya sabemos que será una persecución infructuosa, una eficiencia económica a la que los Hassan Pérez y Pérez Roque no sabían hincarle el diente. Lo mismo con lo mismo pero retocado, con los viejos perros ladrándole a la luna. Los perros de la Sierra.