Hagan un ejercicio de imaginación para recrear cómo sería la institución de la Iglesia católica de haberse fundado en el siglo XXI. Seguramente la simbología, sus ritos religiosos, el corpus doctrinal mundano en su relación con los derechos políticos y civiles de los Estados de Derecho y, sobre todo, la condición de la mujer en su seno serían muy diferentes. Su Dios sería el mismo. Hemos de suponerlo por la lógica de la Fe. Pero todo lo demás, la manera de relacionarse con el mundo, sería muy distinta.
Para los creyentes, puede que tales elucubraciones sean irrelevantes, la fe disculpa cualquier desavenencia entre la creencia irracional y la razón científica. Pero no para los ateos y los agnósticos. Mirada la Iglesia desde la perspectiva de estos últimos, la fe en Dios carece de sentido, pero no lo que se hace en su nombre. Y los creyentes y su jerarquía dirigente tienen la responsabilizar de adecuar sus instituciones y su acción pastoral a los derechos políticos y humanos de nuestro tiempo. Al menos para tratar de atraerlos a su humanismo.
En mi adolescencia me planteé sorprendido lo que tantos otros humanos se han preguntado alguna vez en su vida: Si todas las religiones monoteístas aseguran que su Dios es verdadero, es evidente que sólo una de ellas puede estar en lo cierto, y todas las demás estarán equivocadas. Y si es así, ¿cuántos millones de seres humanos han estado y están equivocados? La cifra asusta, pero las consecuencias de su equivocación aterran. A lo largo de la historia han muerto millones de seres humanos a manos de las intransigencias religiosas. Y hoy no es una excepción. Las Torres Gemelas como ejemplo. Eso contando con que la primera premisa sea cierta.
No tiene que haber incompatibilidad entre la acción de la Iglesia de Cristo en la Tierra y la razón agnóstica de quienes no compartimos la creencia. Muy al contrario, hoy la Iglesia hace una labor social y humanitaria que resulta más creíble que la de la mayoría de las ONG laicas. Sólo hay que ver la abnegación de tantas monjas sin sueldo en hospitales y residencias de ancianos, el voluntariado de Cáritas en comedores sociales o los misioneros que dejan su vida por enseñar técnicas de cultivo a millones de pobres del Tercer Mundo, para que puedan valerse por sí mismos.
Junto a esa labor social, y más allá de su labor pastoral, para los no creyentes la Iglesia católica aparece como una antigualla fruto del contexto sociológico de su origen. No puede ser que en nombre de la fe se oculten, bajo las sotanas de muchos pastores, pederastas, operaciones financieras ilegales o papas contrarios a la debida protección en asuntos sexuales. Si la Iglesia católica, como cualquier otra institución religiosa, es el relato de un tiempo, ha de adaptarse al relato de igualdad entre hombres y mujeres del nuestro. Si todos somos hijos de Dios, la mujer lo será también, y si así es, la humildad de la curia ha de admitir que, en cuestiones terrenales, la Institución sólo es el relato de un tiempo periclitado que debe amoldarse a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres de hoy.
Sin meterme en cuestiones de doctrina, la Iglesia ha demostrado que en cuestiones mundanas se ha equivocado repetidamente. Juan Pablo II rectificó la condena a Galileo más de tres siglos después. Tanto la equivocación como su rectificación fueron causadas por el contexto histórico construido por los hombres. Algún papa ha de ser el primero en permitir a la mujer tener los mismos derechos que los hombres en el seno de la Iglesia. El día en que eso ocurra, seguramente seguiré sin creer en Dios, pero creeré un poquito más en la Iglesia. Uno entre cientos de retos de Francisco I.