Los disturbios de Londres no son hechos puntuales ni autóctonos de Gran Bretaña, son signos de nuestro tiempo, síntomas de la decadencia de Occidente. La recesión económica es otro síntoma, incomparable, pero parte de un mismo síntoma, posiblemente definitivo, de la decadencia sistémica de Occidente.
Las sociedades occidentales llevan cinco siglos expandiéndose por el resto del mundo, exportando población, importando – a veces esquilmando– materias primas, y abriendo mercados. En definitiva, el oxígeno imprescindible para el sistema.
Esas ventajas aseguradas por la hegemonía tecnológica nos han traído a la sociedad del bienestar, a las democracias garantistas y a los Derechos humanos. Educación generalizada, sanidad pública y servicios sociales han asegurado estabilidad al sistema, bienestar a las clases más desfavorecidas y riqueza y seguridad a las clases medias y altas. Todo eso está en riesgo porque el sistema da signos de agotamiento, no sólo porque los mercados dominados por Occidente no pueden expandirse más y están muy endeudados, sino porque el propio bienestar occidental garantista impide competir con el mercado laboral de potencias económicas emergentes del resto del mundo que producen más y a menores precios. A costa de los derechos laborales de los trabajadores, evidentemente, pero ese dato no parece importarle demasiado a la mecánica del sistema.
Ni siquiera la tan traída y llevada ventaja occidental sobre el valor añadido que las I+D+i nos facilitan, garantiza hoy seguridad alguna. Internet está poniendo al servicio de cualquiera en cualquier lugar del mundo el conocimiento suficiente para reducir esas ventajas al mínimo.
Occidente ha inventado una sociedad de servicios sociales gratuitos que ya no puede sostener, y a la vez, ha desactivados los valores que le permitieron soportar penurias, sufrimientos y esfuerzos para conquistar el mundo o resistir las adversidades. Hoy en todo Occidente, no sólo en Londres, hay barrios y generaciones de jóvenes sin futuro, pero acostumbrados a calzarse adidas y obviar la fatalidad de vivir en un mundo que no nos regala nada si no nos esforzamos. Sin esa coraza de valores, los tiempos de penuria que se avecinan convierten a nuestros desheredados en indignados contra el sistema porque éste no le puede garantizar una vida regalada. En lugar de hacerse cargo de su propia responsabilidad en la catástrofe, arremeten contra la tripulación del Titanic sin darse cuenta que sólo conseguirán hundirlo antes o engendrar una reacción autoritaria en los amos del poder y del sistema.
Necesitamos valores, además de derechos, que nos responsabilicen de las ventajas y desventajas del propio sistema. Los guetos multiculturales, la pedagogía lastimera de la LOGSE, la droga como salida o negocio, la reivindicación sin corresponsabilidad, la quiebra de los fundamentos de la propiedad o su relativismo ideológico, la juventud como fin y no como tránsito a la sensatez y al respeto a los mayores, que deambulaban entre los escombros de los saqueos, no son parapetos sino rampas al infierno. El miedo siempre ha traído tiempos violentos, y estos, regímenes autoritarios.
Es evidente que una sociedad que encumbra a una descerebrada escolar como M.I.A. por cantar bien, pero es incapaz de discernir entre esa circunstancia y su completa irresponsabilidad social facilitándole poder mediático para apoyar los saqueos, no puede salir airosa de esta encrucijada. La contrapartida la puso una mujer negra a pie de calle, que no vive entre riquezas como ella, encarando a los vándalos.
Los saqueos no restan injusticias sociales, sólo destruyen. No devuelven derechos, sólo saquean los de los demás. La disculpa de la propia desgracia nunca debe ser la justificación del abuso a los demás.