Vivo sin vivir en mí. Espero expectante a qué velocidad ordenarán jueces y gobierno el cumplimiento de la última sentencia del Tribunal Supremo que devuelve a los padres de un niño el derecho a que el pequeño pueda estudiar en castellano, además de en catalán.
Espero expectante porque si para dejar en la calle a etarras y violadores les bastó unos días, para derecho tan legítimo suspenderán el puente de la Purísima diligentes y prestos a que el pequeño tenga todo dispuesto para recibir el lunes a primera hora la educación en lengua materna.
Sí, ya sé que no es lo mismo. ¿Cómo va a ser lo mismo dejar en la calle a una etarra con 20 asesinatos a las espaldas, o a un violador sádico, que garantizarle a un niño español educación en lengua española? La diligencia mostrada con lo primero no es cuestión discutible. Con la segunda es dudoso. Los primeros han salido a decenas en pocas semanas. Y han sido recibidos como héroes en sus pueblos, mientras a los violadores a pedradas. Cosa extraña, pues el mal de un violador se reduce a su fuerza individual, el de un nacionalista del terror a todo un pueblo.
Me sigue sorprendiendo que el ministro del Interior quiera convencernos de que la democracia ha ganado al terrorismo nacionalista porque salen sucios al salir envueltos con violadores. Hay en el argumento un síndrome de Estocolmo que da pavor: sin apercibirse, da por hecho que la lucha etarra tiene épica y ética, y que para su desgracia, la vulgaridad criminal del violador ensucia y afea. Debería saber el ministro que el violador es un enfermo que el Estado puede neutralizar recluyéndole, pero el terror nacionalista se replica, se parapeta tras razones humanitarias y en su nombre arrastra a pueblos enteros al asesinato en masa. La historia está sembrada de millones de muertos, de guerras destructivas y, sobre todo, de maldad. En sus delirios, han cometido los peores crímenes de la humanidad, incluyendo las violaciones más abyectas y crueles. Lo que ha hecho el canalla de Ricard sólo es una muestra individual de lo que millones de nacionalistas del terror han llevado a cabo en tantas guerras. Hace tan solo unos años, en Bosnia, nacionalistas serbios violaron en masa para dejarlas preñadas a cientos de mujeres musulmanas con el objetivo perverso de que un día parieran niños serbios. El instinto violador nacía del odio nacionalista contra los bosnios. Esa era su coartada y su justificación. Atiendan a este suceso de aquella brutalidad infame:
En Bosnia, unos soldados detienen a una muchacha con su hijo. La llevan al centro de un salón. Le ordenan que se desnude. "Puso al bebé en el suelo, a su lado. Cuatro chetniks la violaron. Ella miraba en silencio a su hijo, que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó si podía amamantar al bebé. Entonces, un chetnik decapitó al niño con un cuchillo y dio la cabeza ensangrentada a la madre. La pobre mujer gritó. La sacaron del edificio y no se volvió a ver más" (The New York Times, 13-12-1992; citado por José Antonio Marina en su libro La lucha por la dignidad).
Acaba de salir a la calle por la diligencia de nuestros jueces Jesús María Zabarte Arregui, conocido como el Carnicero de Mondragón. En 1984, "él y sus pistoleros asesinaron a tres policías nacionales cuando, indefensos, almorzaban en una venta de Rentería. A otro le hirieron de gravedad. Cuando era trasladado al hospital, Zabarte interceptó la ambulancia y remató en su interior al agente". Frialdad, eficacia, crueldad.
Ayer el TS ha ordenado al Gobierno de la Generalidad que garantice educación en castellano a uno de los niños cuyos padres habían recurrido a los tribunales. Una sentencia más. Un incumplimiento previsible más. Toda comparación es obscena.
Mañana en Madrid ciudadanos libres se manifestarán contra la cobardía moral. Mañana en Barcelona ciudadanos españoles sembrarán las calles con las páginas de la ley de leyes, nuestra Constitución. Una oportunidad para ciudadanos libres.