A estas alturas de las barcenadas, el problema no es ya indignarse por la corrupción generalizada en la política, sino cómo salir de ella. A la ciudadanía empiezan a importarle poco corruptos y corruptelas. La degradación ha llegado tan lejos, es tan generalizada, que la sensación de asco da por verídica cualquier acusación. Y esto es muy peligroso, porque cuando cualquier cloaca es creíble, además de dar cancha a todos los demagogos futuros, estamos siendo muy injustos con aquellos políticos que hacen su trabajo con honestidad. Y a la vez, estamos desautorizando al instrumento más eficaz para organizar la sociedad civilizadamente: la política, y por extensión, la democracia.
Es en este caldo de cultivo donde los verdaderos gánster de la política pasan desapercibidos, pues en el tumulto de la corrupción generalizada no se discrimina, ni se matiza.
Llevamos tres décadas de partidos no democráticos. O para ser más exactos, formalmente democráticos, pero en la práctica, profundamente dirigistas, donde la democracia interna no existe o esta amañada por el filibusterismo normativo. Sin excepción. Es esa tendencia humana al control del poder. Como resultado, todos los que tienen responsabilidades dentro de ellos, comenzando por sus máximos dirigentes, han sido seleccionados por su lealtad y sumisión, y no por su competencia y ética. La preparación, la discrepancia, el juego limpio, la renovación de ideas, el respeto a los principios de sus estatutos, o la eficacia, no sólo no se valoran, sino que a menudo se convierten en un inconveniente para ser respetados dentro de las direcciones de los partidos. O mejor dicho, la preparación sí se valora, siempre y cuando esté al servicio del dirigismo no democrático de sus dirigentes enrocados en el control del partido.
En esa atmósfera, la transparencia y el respeto a la palabra dada a los electores desaparecen, y en su ausencia, crecen todas las miserias, incluida la corrupción. En lugar de denunciar al compañero que roba, se le protege, todo en nombre de la defensa del partido. La disculpa es genética: no hay que dar al adversario motivos de crítica, la defensa numantina del patrimonio es entonces una condición imprescindible para formar parte del grupo dirigente. Todo el mundo sabe a qué atenerse, equivocarse en los pactos no escritos conlleva la exclusión de listas y prebendas. No hay que morder la mano que te da de comer, dicen los más cursis.
Bien, pero todo esto ya lo sabemos. El problema que tenemos hoy en España es cómo salir de este lodazal, cómo reconvertir estas máquinas de alienación política, en instrumentos eficaces y éticos para respetar a los ciudadanos y proveerles de los bienes materiales necesarios para procurar su felicidad y garantizar la justicia y la libertad del conjunto.
Con este ruido de cloacas, ¿hay espacio para pensar una solución? Porque si no hay espacio para imaginar un cambio de modelo, un escándalo tapará a otro, unas críticas sucederán a otras, hoy yo, mañana tú y siempre hasta el cuello de mondongo todos. ¿Cuántas horas dedican los medios a construir, en lugar de destruir o criticar? Quizás ha llegado la hora de dedicar buena parte de nuestras energías a exigir a todos los partidos cambios en sus máquinas de control en lugar de afear solo la conducta a los adversarios. Y para eso, lo primero es echar de la política a los corruptos y a todos los que juegan a protegerlos para protegerse. Sean del partido que sean.