Vivimos tiempos convulsos, tan garantistas en los fines como retrógrados en los hechos. Pura apariencia humanista donde el bien consiste en no estigmatizar el mal. Un mundo donde las víctimas han de comprender, mientras nos desquiciamos por preservar los derechos del verdugo. La peor forma de ser y de estar. Estúpida paradoja que se pudre en la propia revolución que anuncia. Aunque en realidad todo se reduce a una pastosa decadencia, en el peor de los sentidos. Ni siquiera tiene el sabor poético de la melancolía. Son tiempos maniatados, con ciudadanos sin valentía política ni grandeza ética, tan incapaces de exigir lo que el sentido común les pide, como de enfrentarse a la clase política, hija toda ella de una transición llena de tópicos y chantajes ideológicos.
Nadie se atreve a pensar las soluciones desde la realidad que nos atosiga, todos parecen estar neutralizados por los complejos democráticos de cuarenta años de franquismo.
Aumentan las garantías democráticas de salón al mismo ritmo que la delincuencia, nadie se atreve a poner a la víctima por delante de los sentimientos heridos del verdugo, son éstos los que acaparan mayor indignación política o judicial –que no social–, como si lastimar a la víctima encajara en las garantías constitucionales, y acorralar al verdugo, las fatigara. Importa poco que éste sea un ser miserable, un niñato malcriado y peor instruido, criminal confeso, capaz de jugar al escondite con el cadáver de una joven asesinada, mofándose de jueces, policías, bomberos y políticos y arrastrando los sentimientos de sus seres más queridos por los lodos del cauce de un río o los estercoleros de Sevilla. De los costos ocasionados al Estado ya ni hablo. Seguro que saltarían inmediatamente almas indignadas por la grosería material, aunque hasta este momento no hayan gesticulado ni un milímetro por la desesperación de unos padres obligados a imaginarse mil tormentos por culpa de la crueldad de quien no duda en meterles el alma en un estercolero. Miguel Carcaño es la metáfora de estos tiempos sin pulso, de programas de televisión basura donde se encumbra a gentucilla, gentuza o simplemente a personajillos cuyo máximo mérito es hablar de sus últimas bragas.
¡Maldito Franquismo!, que de tanto abusar del autoritarismo, nos ha convencido de la maldad intrínseca de la autoridad. ¡Maldito franquismo!, que a fuerza de ejercer la arbitrariedad, nos ha desprestigiado la disciplina. ¡Estúpido franquismo!, que aún nos solivianta el recurso al orden, por esa maldita costumbre tan suya de haberlo confundido con el ordeno y mando. ¡Maldito franquismo!, por imponer el esfuerzo sin razones, confundir la memoria con el conocimiento o la obediencia con la sumisión. Toda una generación democrática capada y sin arrestos para pensarla y ejercerla. ¡Estúpida generación anfranquista!, por contraponer el respeto por los mayores a la rebeldía legítima de la juventud, confundir el castigo educativo con los malos tratos sufridos; ¡estúpida generación la mía!, que no ha sabido librarse de él sino dramatizando toda su existencia, la que le era propia y la que necesariamente forma parte de la vida de una nación, independientemente de quien la gobierne. De esa confusión nace la perplejidad de nuestra época, en la que nos mostramos incapaces de ser, a fuerza de vivir acomplejados por los ritos buenistas de una clase dirigente sin arrestos ni grandeza.
Las tribulaciones de la muerte de Marta del Castillo y la incapacidad del Estado para
hacer confesar a esa pandilla de mentes insalubres, me han hecho recordar la indignación general por la exhibición pública de los presuntos delincuentes del PSC y de CiU, Bartolomeu Muñoz, alcalde de Santa Coloma, y Macià Alabedra, ex conseller de CiU y Lluís Prenafeta, mano derecha de Pujol. Una cosa es el respeto escrupuloso a las garantías procesales y otra muy distinta, esa sensibilidad histérica contra policías, jueces o comentaristas cada vez que a un delincuente o a un terrorista no se le trata con exquisitez. Esa exquisitez que tanto se echó a faltar en los años ochenta con los familiares de las víctimas de ETA y se sigue echando a faltar hoy cada vez que el delincuente parece el agredido.
Pero la cuestión no se queda simplemente en la desventura de tantas y tantas víctimas maltratadas por el trato deferente al delincuente, va mucho más allá y afecta a la estructura del propio Estado.
Vuelvo a ese maldito franquismo; sus efectos colaterales han logrado convencer a la mayoría de españoles que el centralismo es despreciable, cualquier centralismo, y dan crédito ilimitado a cuanta descentralización y ejercicio de autonomía se les oponga. De tanto abusar del poder de un sistema centralista, hemos acabado legitimando cualquier abuso autonomista. De tanto ignorar la pluralidad lingüística de España, hemos acabado sacralizando una torre de babel.
Y sin embargo, hay muchas razones para defender una sanidad pública, universal y única para todos los españoles. ¿Por qué será tan raro reivindicar una educación gestionada con criterios científicos y no ideológicos? ¿Por qué cada cual quiere la suya?
Ahora entendemos por qué el nacionalismo pretendía que Cataluña fuera la última instancia judicial. Aquí nunca ha habido confrontación ideológica, ni proyectos políticos diferentes, sólo una comedia de intereses, donde se han repartido los papeles de un mismo guión: el catalanismo. Ahora entendemos por qué se pretendían resguardar del imperio de la ley. Ahora queda al descubierto para qué sirve el catalanismo.
Y mientras tanto, España diseña acomplejada ese guión de trileros, no sea que los derechos constitucionales del asesino de Marta del Castillo o los mangantes de Pretoria-3000, se sientan ofendidos.