Hay una tendencia a considerar como comportamientos ultraderechistas aquellos que se identifican con la indumentaria clásica de los fascismos de la primera mitad del siglo XX. A saber: botas militares, esvásticas nazis, banderas españolas con aguiluchos franquistas, etc. Su ADN está encarnado en esa indumentaria; su sola presencia basta para evocarnos las pesadillas del totalitarismo. No necesitan reivindicarse; la patente de sus símbolos agresivos tampoco peligra: nadie los quiere, todos los temen. Sin embargo, es una especie en extinción. Su territorio natural en España ha ido reduciéndose a medida que aumentaban independentistas y grupos antisistema. Si se fijan, semejantes especimenes se concentran en Madrid, en Valencia y en algunas otras capitales o espacios donde grupitos aislados de nuevos racistas entran en colisión laboral con la nueva inmigración. Y curiosamente, en Cataluña, Euskadi y Galicia esos energúmenos o, para ser más exactos, quienes se revisten de tales símbolos han desaparecido casi por completo.
La pregunta es simple, pero inevitable: ¿es que sólo hay fachas en Madrid? Y por contraposición: ¿las comunidades nacionalistas son un antídoto contra el totalitarismo y la violencia ultraderechista?
Sería una simpleza aceptar la primera y una imperdonable estupidez la segunda. La respuesta la hemos de buscar en la pereza intelectual de una generación cuyo biberón moral se alimentó del rechazo a la parafernalia nazi, fascista y franquista como universo cerrado y finito del totalitarismo. En vez de buscar el fascismo en los comportamientos, se conforman con las apariencias simbólicas. Y no han reparado en que, desde la transición para acá, las respuestas autoritarias a los retos ideológicos, demográficos, raciales, lingüísticos y territoriales se visten de otras maneras y reivindican otros fines.
Consideremos, por ejemplo, la estética Jarrai: camisetas a rayas horizontales, coletillas, pañuelos palestinos al cuello, calzado de montaña y aspecto sucio y desaliñado; ese es el uniforme de los cachorros de ETA. En nada se parecen a los paramilitares nazis, pero son igualmente violentos; amenazan y agreden en grupo con el rostro cubierto y sus actos vandálicos son tan gratuitos como sus homólogos de la ultraderecha. Sólo tienen una diferencia: los jarrai se creen antifascistas y los fascistas se sienten orgullosos de serlo. Los Maulets en Cataluña, la CAJEI (coordinadota d’assemblees de joves de l’esquerra independentista) o las JERC, por poner sólo tres ejemplos, no matan ni se visten como los fascistas de los años treinta del siglo pasado, pero insultan, agraden, rompen cualquiera cosa que simbolice a España (como las vallas con el toro de Osborne o la bandera constitucional española) y boicotean, asaltan o amenazan a quienes se atreven a defender ideas no nacionalistas. Albert Boadella es uno de los últimos exiliados, aburrido de aguantar tanta inmundicia excluyente.
Y es que mientras en las comunidades no nacionalistas los cachorros nazis carecen de empresas épicas a las que adherirse, en Cataluña, País Vasco y ahora Galicia encuentran cobijo en las reivindicaciones independentistas. Ahí existen espacios para su agresividad sin tener que soportar los inconvenientes de una simbología que sataniza a quien la emplea. En estas comunidades nacionalistas encuentran cobijo y apoyo en numerosas ayudas institucionales en nombre de la recuperación de la lengua o las reivindicaciones nacionales. Su comportamiento los delata, pero su indumentaria y su lenguaje reivindicativo los hace pasar por víctimas cuando sólo son verdugos.
Las sanciones lingüísticas, la imposibilidad de estudiar en la lengua oficial del Estado, el desprecio continuado por los símbolos constitucionales, su autosuficiencia y manipulación históricas, sus exclusiones culturales, la utilización de las leyes a través de las mayorías parlamentarias para vaciar a la mitad de los ciudadanos de sus derechos constitucionales, etc., son rasgos propios del racismo cultural que han quedado camuflados en las propias instituciones porque es en ellas y desde ellas desde donde ejercen todo el poder.
Como se dice en Galicia a propósito de las brujas: no existen nacionalistas fascistas, pero haberlos, hailos.