La sociedad nacionalista de Cataluña ha entrado en una espiral de ficción tan irracional que la realidad es lo único que no importa. La entrega apasionada al sueño de la independencia lo inunda todo. Ya no cuentan los hechos, ni las consecuencias. Están entregados a una pasión poseídos por los efluvios de la tierra prometida. Por fin ricos y libres. Nada es racional, ni tiene medida, la euforia lo inunda todo. Es como si hubieran caído en esos momentos mágicos de la celebración de un gol. Todos se abrazan, beben y ríen encantados de haberse conocido. Es la fuerza que da el número. Y la obscenidad.
El mismo día en que la Comisión Europea, por boca de su vicepresidente, Joaquín Almunia, y su portavoz, Jaume Duch, dejó sentado que, en caso de secesión, Cataluña quedaría automáticamente fuera de Europa, Oriol Junqueras y Francesc Homs declaraban sin inmutarse que eso era imposible. No les importan los hechos ni las consecuencias. Niegan la realidad con la misma desvergüenza que manipulan la historia. TV3 les sirve de fondo de pantalla y el entusiasmo de la gente, de bálsamo. Saben que el respetable aplaudirá todo lo que digan con tal que le reafirmen el sueño que TV3 les ha recreado cada segundo de sus días.
Es el éxtasis de la vía catalana, la culminación de un resentimiento, muchas cobardías y todos los egoísmos sociales. Quieren quedarse con el oro prometido por los bandoleros. Y el que se quede descalzo que se joda. La ideología más conservadora y ruin de los derechos históricos. Pero hablan de democracia, del derecho a decidir y de la fuerza de la calle. La impostura más impresentable de la transición para acá.
Hay dos maneras de ver la vía catalana, la de los partidarios y la de quienes recelan y temen su amenaza. Los primeros se han hecho amos del cortijo, se sienten poderosos y propietarios del futuro. El mayor indicio de su domino es el desprecio por cualquier mirada ética que cuestione su egoísmo ramplón y su simpleza social. El éxtasis en el que viven asusta. Han perdido la medida de las cosas, todo les parece posible, y hasta el abismo que pudiera devorarles les parece insignificante ante el sueño que están a punto de alcanzar. He aquí su peligro: una masa enfervorecida sin frenos racionales que les haga recapacitar y medir su apuesta. Como un poseído de los dioses, se entregan al delirio sin importarles riesgos y hacienda. Cosa paradójica, pues es por ella por lo que han perdido la honestidad.
Los segundos, los que ven la vía catalana con recelo y temor, cada día se vuelven más transparentes. Les temen como a esas turbas sudamericanas que de vez en cuando vemos en los telediarios, que con la disculpa de un disturbio social asaltan supermercados y se llevan todo lo que encuentran a su paso. Estos, con la misma impunidad que aquellos salen a la calle para quedarse con todo. Es en ella donde se sienten inmunes y pierden la vergüenza. Porque hay que tener muy poca vergüenza social para despreciar los derechos del resto de españoles.
Pues no, la soberanía es del pueblo español y solo la delincuencia se la puede expropiar. Quien se refugia en la cadena para exigir los derechos que son de todos ha de saber que no está exigiendo un derecho, sino apoderándose del de todos. El ciudadano concreto que se engancha a la cadena ha de saber que, aunque pase inadvertido en ella, los males del futuro los ha ayudado a provocar. No sólo son culpables los dirigentes políticos, también lo son los ciudadanos de la calle que han preferido servirse del tumulto para sacar provecho del expolio.
P. S. En cuanto se imponga la evidencia de que Cataluña no podrá seguir en la UE, los líderes más radicales de la independencia comenzarán a sostener que los países más ricos de Europa no están en la Unión. Y si no, al tiempo. Estar fuera será entonces un chollo. Y el rebaño, entusiasmado. Cuando un delirio llega hasta aquí, es razonable tener miedo.