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Antonio Robles

La sombra negra de Gadafi

El relato histórico siempre lo ha escrito el poder sobre el propio poder. Siempre. También ahora. La gente corriente y moliente sigue haciendo de extras para un periodismo que sólo escribe guiones para el consumo.

Tendría que haber un detector de sátrapas para opositar a líderes de masas y, si falla, un detector de metales a la entrada de los palacios presidenciales. Cualquier ser humano es potencialmente peligroso, pero cuando poseen el poder dementes retorcidas, el padecimiento para su pueblo está asegurado. En nombre de su realización personal, destrozan los sueños de los demás. Algunos con racionalizaciones ideológicas de izquierdas, como Mao o Fidel, o de derechas, como Videla o Pinochet, otros con bravuconadas antiamericanas de chulo de discoteca, como Hugo Chávez, los más por aspiraciones monárquicas imperiales, como Napoleón, o ridículas, como Bokassa.

Gadafi es simplemente un psicópata paranoico que recela y odia cuanto se interpone entre él y el poder, sea Occidente o cualquiera de los jefes tribales rivales. Y todos, absolutamente todos, son inmunes al sufrimiento de los demás. A eso me quiero referir a las puertas de la caída de Gadafi y de la pandilla de mangantes que lideran sus hijos.

Mientras la OTAN bombardea con proyectiles y aniquila con información la resistencia de Trípoli desde los despachos limpios de Occidente, decenas de personas de carne y hueso sufren heridas espantosas, mueren a cientos y dejan una estela de dolor tras su desaparición. Siempre me ha impresionado la cosificación del sufrimiento que los planes militares, las decisiones políticas y la información periodística de Occidente hacen de las "bajas" en conflicto..., de los otros. En este caso, de los valientes luchadores por la libertad en Libia. Ahí se queda todo, en un pueblo digno que se levanta y muere por su dignidad. Todo muy literario, conceptual, como si tras el coraje no hubiera madres, hijos, amigos, familias enteras destrozadas por la desaparición violenta de sus seres queridos. Miles de sueños rotos por la inmundicia humana perfectamente evitable. La mera comparación con el sufrimiento que proyectan nuestros medios cada vez que cae uno de los nuestros en Afganistán debería bastar para espantarnos de la indiferencia que nos producen los otros.

Haber visto agasajar a ese vomitivo asesino por nuestros gobiernos democráticos europeos y tragar con sus extravagancias en nuestras propias instituciones ha sido una vergüenza. Pero ver a nuestro periodismo relatar la mascarada, una indecencia.

El periodismo de Occidente tiene una deuda pendiente con todas las madres que hoy sufren la pérdida de sus hijos. Ahora mismo, en este instante, hay quien sufre amputaciones dolorosísimas o muere de forma violenta. Todavía. Y no tienen nombres, sólo son números para nuestros reporteros y analistas. Una cuestión de caja o de portada. O de moda... ¿Qué percepción tiene Occidente de los estudiantes ahorcados públicamente en las plazas de Trípoli en los años setenta, de los opositores torturados en las cárceles y eliminados en los estadios en los ochenta y noventa, o en las redes sociales de internet del inicio de esta revolución?

El relato histórico siempre lo ha escrito el poder sobre el propio poder. Siempre. También ahora. La gente corriente y moliente sigue haciendo de extras para un periodismo que sólo escribe guiones para el consumo. Aún estamos a tiempo en Siria... y en la reconstrucción de Libia. El petróleo es importante, la humanidad imprescindible. Al menos para quienes nos creemos el ombligo del mundo.

La Corte Penal Internacional tiene una buena oportunidad para dejar de hacer política y comenzar a imponer justicia. Ni un exilio dorado para los autores del sufrimiento. Tampoco ningún crimen por caza y captura. Se supone que se quita a Gadafi para instaurar un Estado de Derecho.

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