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Antonio Robles

Acoso cultural al inmigrante

En Cataluña la consideración de la dignidad del inmigrante no proviene de su pertenencia –como nosotros– a la especie humana, sino del dominio dels pronoms febles.

Parece como si, a la larga, el empeño democrático por construir identidades colectivas fuertes acabase siempre por encontrar sus víctimas, es decir, acabase por minar los principios esenciales de la propia democracia. Es como si, a la hora de la verdad, llegados al momento del conflicto de valores, se hiciera imposible conciliar la construcción de naciones con la libertad, la tolerancia y, sobre todo, con el respeto a la diferencia. Es aquello de no poder estar en misa y repicando: o me dedico a cimentar identidades colectivas o, por el contrario, a salvaguardar la libertad innegociable de cada ser humano.

Lo propio de las democracias desarrolladas, como la nuestra, es mantener estos conflictos en el plano de la pura teoría y situar el debate político en terrenos donde la desavenencia no se haga visible. No estaría nada bien visto. El nacionalismo catalán ha sido siempre nominalmente muy cuidadoso en sus formulaciones expresas, permitiéndose tan sólo deslices moderados. Moderados en las formas, incontables en el número. Uno de los últimos, el acaecido en la ponencia parlamentaria del proyecto de ley de educación de Cataluña donde se ha colado este sorprendente objetivo pedagógico: "cultivar el sentimiento de pertenencia como miembros de la nación catalana". Es tan rancio y sectario como la Formación del Espíritu Nacional (FEN) de la escuela franquista, pero la cuelan y se digiere formalmente como si fuera una necesidad pedagógica de cohesión social. Las cosas del nacionalismo y sus efluvios. Pasa desapercibida, mientras tanto, la obviedad de que el ciudadano "no pertenece" a la nación, sino que "la constituye", como muy bien ha apuntado José Antonio Marina.

Pero en algunas ocasiones toda la crueldad de la contradicción salta a la luz de manera súbita e imprevista. Olvidado el juego de sutilezas, se intuye fugazmente la mirada turbia de aquella bestia devoradora de diferencias que entre todos hemos ido alimentando. Sucedió en un artículo de Toni Cruanyes, en el Avui del pasado 9 de marzo. Sus palabras parecen sutiles, aparentan la mejor intención, como toda la liturgia cínica y falsa del nacionalismo catalán. Pero la impostura se filtra por las grietas de su hipocresía a poco que nos fijemos. Y nos fijamos. La columna defiende las excelencias del modelo de inmersión lingüística catalán para ayudar a los inmigrantes a integrarse y sostiene la necesidad de adaptarlo –intensificándolo– a estos nuevos tiempos. Normal e, incluso, dotado de aquel característico sosiego de lo cotidiano. Nadie en su sano juicio hubiera esperado otra posición de un artículo sobre la cuestión en el periódico nacionalista: es una de las cuestiones en las que no se admite discrepancia. Pero al final del artículo, cualquier vestigio de placidez estalla en mil pedazos:

El catalán también pertenece a los recién llegados. Es su mejor oportunidad para hacerse respetar, para demostrar que quieren formar parte de su nuevo país. No les negamos el derecho a aprender catalán. No los condenamos a vivir al margen.

Pasmoso. Impúdico striptease mental de los amos de la masía. Foto inconsciente y transparente del tufillo pestilente a racismo cultural. Espero que no sean muchos los inmigrantes que hayan reparado en la chocolatina envenenada. No merecen una humillación de tal calibre. ¡Dios mío! "El catalán es su mejor oportunidad de hacerse respetar". Los implícitos de la afirmación son escalofriantes: los inmigrantes no son merecedores de respeto, es algo que deben ganarse aprendiendo nuestro idioma. No les corresponde per se. A medida que vayan progresando, irán adquiriendo una dignidad personal de la que, en su ignorancia lingüística, carecían. Si yo le digo a alguien que el catalán es su oportunidad para hacerse respetar, le estoy dejando claro que, mientras no lo practique, es natural que nadie le respete. Que no merece mi respeto. Parece increíble en pleno siglo XXI, pero lo que le estoy diciendo es que, aquí, la consideración de su dignidad no proviene de su pertenencia –como nosotros– a la especie humana, sino del dominio dels pronoms febles.

¡Qué obscena exclusión poner condiciones al respeto! Si hablas el mismo idioma que el mío te respetaré infinitamente, en caso contrario, sintiéndolo mucho, te "condenamos a vivir al margen". No se me ocurre mayor fobia a la diferencia. Desde la autosuficiencia de los nuevos caciques se decretan las condiciones que deben cumplir todos aquellos desgraciados de allá abajo para merecer el respeto narcisista y benestant de la élite nacionalista.

Aquel famoso energúmeno del tren de cercanías, antes de emprenderla a golpes con la niña ecuatoriana, debería haberse preocupado de comprobar su desconocimiento lingüístico.

Señor Toni Cruanyes, entiéndame, me permito preguntarle qué hubiera usted pensado si, cuarenta años atrás, en un periódico de Barcelona, alguien hubiera escrito, dirigiéndose a usted, que su mejor oportunidad para hacerse respetar era el castellano. ¿No se hubiera sentido ni un poquito humillado?

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