Hay veces en las que detesto acertar. Si al menos hubiese puesto dinero detrás de mis presentimientos, apostando por la salida del Reino Unido de la Unión Europea, hubiese sacado algún beneficio de todo esto. Pero ni eso.
Recuerdo las miradas hace ya un año, cuando, ante la pregunta recurrente de mi opinión sobre qué votarían los británicos en un referéndum de permanencia en la UE, yo contestaba que sin duda el resultado sería el brexit. Eran las miradas entre condescendientes y reprobatorias que recibe un cenizo malasombra que viene a romper el feliz consenso de lo que en inglés llaman "see no evil, hear no evil, speak no evil". La feliz ignorancia.
Aunque en la City había en los últimos tiempos más preocupación, persistía una incredulidad generalizada ante la posibilidad de que los británicos cometieran lo que se veía como un suicidio económico. Como aquel profesor de Harvard asombrado por la victoria de Reagan ante Carter, pues en su progre torre de marfil no conocía a nadie que hubiese votado al gran Ronald, mucha gente ilustrada y cosmopolita de Londres no conocía a nadie en Inglaterra que fuera capaz de romper la pax romana que significaba Europa, y la prosperidad que esta suponía para la capital.
No lloriquearé, como la tal Esperanza en su carta, proclamándome emigrante, cuando he tenido la fantástica oportunidad de trabajar en la capital financiera del mundo. Pero como outsider que, a pesar de los muchos años, siempre seré en mi país y ciudad de acogida, mi perspectiva era diferente a la de mis vecinos: estuve siempre convencido de que, si se les daba la oportunidad de votar, los británicos finalizarían la tormentosa relación histórica del Reino Unido con la UE.
El primer culpable de esta situación es el primer ministro Cameron, su irresponsable puerilidad, su miope cortoplacismo político. Ya lo había hecho una vez con el referéndum escocés y se había librado por los pelos: jugando a aprendiz de brujo, y con la alquimia de las encuestas a favor, presentó un referendum que sin duda ganaría de calle. Como entonces, pretendía hacer dejación de las responsabilidades para las que había sido elegido e intentaba que la elección popular compensase su incapacidad tomar decisiones difíciles o impopulares. Cameron como doloroso paradigma de la falta de liderazgo en Europa en el sillón que ocupó, precisamente, la inigualable Maggie Thatcher.
Se ha evidenciado, por supuesto, la trampa que constituye la democracia directa. En este caso, una relativa minoría altamente motivada opuesta a la permanencia puede acabar imponiéndose a una mayoría que era sólo moderadamente favorable a quedarse en la EU. El desesperante tacticismo de Cameron convirtió una disputa interna del partido tory en una bola de nieve innecesaria. Como en el caso escocés, el primer ministro desestimó las consecuencias de un resultado inesperado más allá de sus fronteras: legitimar el independentismo en otros países o invitar a otros Estados a romper una Unión profundamente imperfecta, en lugar de reformarla. Cameron convocó ambos refereda sin normas de participación mínimas o mayorías cualificadas, y ni siquiera le importó la evidencia de que un resultado favorable a sus posturas nunca solucionaría el contencioso, sólo lo retrasaría hasta que un referéndum futuro lo resolviera a favor de los centrífugos.
En cualquier caso, había que contar con la esquizofrénica imposibilidad, cada vez más evidente para cualquier gobierno del Reino Unido, de liderar dos países contradictorios en uno, dos realidades cada vez más divergentes. En Gran Bretaña se dan la espalda el vibrante sureste, alrededor de Londres, a la vanguardia de la economía abierta del mundo, y el resto del país, desindustrializado y en crisis crónica. En esa parte del país se han dado la mano para votar en contra de la permanencia la insularidad enfermiza del más rancio conservadurismo social y el recalcitrante socialismo trasnochado.
En todo este proceso encontré cierta negación gagá de las implicaciones que la salida tendría para Londres, motor económico de la nación: muchos se empeñaban, y se empeñan, en que Londres podría continuar siendo la capital financiera de una zona a la que no pertenecerá, por la que no se regirá y a la que no contribuirá. Un espejismo recurrente que se ha repetido con obstinada candidez, frente a la evidencia de que Frankfurt o incluso París tenían mucho que ganar como sustitutos para esa capitalidad financiera. Otros te argumentaban que Londres prosperaría aún más como una especie de centro offshore fuera del corsé normativo europeo. En realidad, eso es como confundir en Norteamérica el papel y la importancia de Nueva York con los de Bermudas o Bahamas.
Reconozco que sentía simpatía por muchas de las críticas más que razonables de los euroescépticos al funcionamiento de una Unión elefantiásica y sin calidad democrática. También comprendía las preocupaciones sobre cuestiones de seguridad que la infiltración indiscriminada de extranjeros tiene para una isla. Pero la campaña de los proponentes del brexit fue secuestrada por los que prefirieron apelar a los peores instintos de la demagogia xenófoba. Algo lamentable.
Además, todos estos años he observado con frustración la insistencia del Reino Unido en actuar como un adolescente enfurruñado en su relación con la UE. Siendo contribuyente neto de la Unión, nunca aceptó la oportunidad que ello le ofrecía para liderar desde su corazón mismo, y modelar esa Europa a su preferencia, como han hecho Francia y Alemania para su beneficio. El Reino Unido siempre actuó con un pie en el estribo de la fuga, lo que también le restó credibilidad y, sin duda, capacidad de influencia. Ahora se verá obligado a completar un divorcio habiendo perdido el cariño y cualquier ventaja negociadora.
¿Qué situación nos queda tras todo ello?
Preveo que nada se romperá para Londres en los próximos meses, pues a nadie le conviene. Pero sus años dorados de capital financiera del mundo irán quedando lentamente atrás.
El Partido Conservador, que había vencido las últimas elecciones por mayoría absoluta, destrozando de paso a su opositor laborista, ha conseguido pegarse un tiro en el pie. Eso sumirá al Reino Unido en una fase de ingobernabilidad, con los conservadores fracturados, los laboristas escorados e inelegibles y la emergencia populista del UKIP.
Lo que es más importante: debemos esperar la disolución de ese Reino Unido con la salida de Escocia y la vuelta a una situación posiblemente conflictiva en Irlanda del Norte. Ese independentismo tendrá también implicaciones en la unidad territorial de otros países, como la propia España.
Más allá de otras consideraciones económicas, nuestro país se beneficiaba de la presencia de un Reino Unido escéptico del intrusismo superestatal de Bruselas y la poca representatividad de sus instituciones. Creo que el indeseable resultado de la salida británica será una Unión que perseverará en y acentuará sus errores. Y ello vendrá combinado con la emergencia de movimientos autárquicos y populistas en algunos otros países, más las presiones para abandonar la Unión de otros Estados escépticos como Holanda o Finlandia.
Un mal día.
Ángel Mas, empresario, vive a caballo entre Madrid y Londres.