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Ángel Martín Oro

La corrupción del intervencionismo estadounidense

Las recompensas con dinero del contribuyente de la mala gestión privada –o pública– están a la orden del día: la Fed recibe amplios poderes, Obama renueva a Bernanke, el Tesoro amplía la línea de crédito al FDIC después de su incompetencia...

La crisis económica no sólo está siendo una etapa donde se revelan las malas inversiones y los comportamientos imprudentes y arriesgados de los años anteriores. También está revelando otras crisis no menos importantes como la intelectual, y manifestando un problema ético subyacente y una corrupción a gran escala.

Las tramas de corrupción no son patrimonio exclusivo de la clase política española. En medio de una de las crisis financieras más severas del siglo XX, y al albur de intervenciones públicas en el sector financiero sin precedentes en la historia, los escándalos de corrupción y fraude no dejan de salpicar a las principales autoridades económicas, políticas y financieras de Estados Unidos. Por ejemplo, al actual Secretario del Tesoro Geithner y a su predecesor Paulson, al presidente de la Reserva Federal Bernanke, o a entidades como Goldman Sachs o Lehman Brothers. Esas mismas autoridades que en principio deberían servir de ejemplo de conducta para el resto.

Los contribuyentes y ciudadanos, aquellos que se supone están representados y defendidos por el Gobierno, son despreciados por el poder político y los oligarcas financieros. El dinero de los primeros, que se supone está bien administrado y gestionado por el Gobierno, no sólo es despilfarrado en proyectos dudosos, sino que es repartido a discreción, con total falta de transparencia y desinformación.

Total, ¿qué sabrán los contribuyentes? ¿Para qué necesitan los poderosos y sabios de Washington consultar con el ignorante pueblo? Han estudiado en las universidades americanas más prestigiosas como Harvard, Princeton o Berkeley, ¿qué más se puede pedir? Por el contrario, el populacho no tiene idea de economía, ni de finanzas.

Incluso ahorran y se aprietan el cinturón ante una crisis, cuando la ciencia económica –representada por el Consejo de Consejeros Económicos de Obama, todos economistas top– y la Historia han demostrado que ésta es la receta para el desastre, argumentan estas élites. Los ciudadanos se muestran recelosos del masivo estímulo público, además del secretismo y las políticas de la Fed, favoreciendo su auditoría; pero estos iletrados tampoco saben que la Fed debe estar independiente y libre de cualquier control, y que el estímulo es absolutamente necesario. ¿Habría mejor ejemplificación de la "la fatal arrogancia"?

Por otro lado, las recompensas con dinero del contribuyente de la mala gestión privada –o pública– están a la orden del día: la Fed recibe amplios poderes adicionales y rechaza cualquier tipo de responsabilidad en la generación de la burbuja, Obama renueva a Bernanke, el Tesoro de EEUU amplía la línea de crédito al FDIC después de su incompetencia y mala previsión, el Gobierno norteamericano otorga suculentas sumas de dinero a los prestamistas subprime.

La doctrina del "demasiado grande para caer" desincentiva la prudencia y responsabilidad empresariales. La Fed y la banca norteamericana juegan a falsear la realidad retrasando todo lo que se pueda la solución de los problemas. Los ingentes incrementos de la deuda pública generan cargas tributarias tremendas para las generaciones futuras: ¿y luego hablan de la legitimidad democrática de la coacción e intervención cuando sus consecuencias cargarán sobre las espaldas de los no nacidos?

Pero no todas las tintas hay que cargarlas sobre la administración pública, o al menos también hay que guardar algo de tinta para el resto de la sociedad, donde los –gustosamente– beneficiarios de estas políticas corruptas serían el principal blanco –esas oligarquías financieras y lobbies–, pero no el único. La hipnotización y pasividad del resto de la sociedad no deberían ser pasadas por alto, ya que de alguna manera los ciudadanos legitimamos a estas autoridades, tanto votándoles como confiando en ellas, y en última instancia no rebelándonos (cívicamente o no).

En otras palabras, la opinión pública, por acción u omisión, es la que sostiene el estado de cosas actual. Si es escéptico acerca de esto último, plantéese que en 2008 fue la mayoría de ciudadanos españoles quien votó al actual presidente. Aunque a veces resulte difícil de creer, salió democráticamente elegido, y esto no fue resultado de una locura colectiva. Simplemente un gran número de personas depositó su confianza en Zapatero.

La corrupción política se suele mantener bajo la inacción y la pasividad de la sociedad civil. Ante las noticias que se van conociendo respecto a las nada transparentes intervenciones públicas del Gobierno tras la crisis –como la trama de AIG–, la integridad de numerosas instituciones públicas y autoridades, incluyendo el Tesoro, el mismo Gobierno y la Fed, deberían ser puestas en duda. Pero lo más probable es que todo esto se quede en la creación de una "Comisión Independiente", y en poco más.

La sociedad civil norteamericana, a pesar de algunos notables movimientos, no parece moverse lo suficiente. Y es que, como apuntaba sarcásticamente un analista acerca de la trama de AIG, "dado que no hay ningún escándalo sexual en juego, los americanos pueden no tener un nivel de interés suficiente".

Todo esto me lleva a una última reflexión: la decadencia moral de la sociedad. Juan de Mariana, quien escribió hace 400 años, denunció el exceso y abuso de poder del gobernante, no solo explícito sino también implícito –la inflación–, llegando incluso a justificar el tiranicidio. Thomas Jefferson –padre fundador de EEUU–, alertaba en el siglo XVIII de todo tipo de extralimitación del poder político, condenando, por ejemplo, la deuda pública. Los colonos norteamericanos se rebelaron contra los abusos de Gran Bretaña y se independizaron de ésta. La sociedad actual, sin embargo, permanece casi impasible, por mucho que se hable, y por mucha palabrería.

¿Podemos hablar realmente de progreso?

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