Con esta palabra definió Gonzalo Sobejano, un gran crítico, a Miguel Delibes: autenticidad. Es una palabra que hoy no está de moda y quizá por desgracia.
De sobra sabemos que con buenos sentimientos se puede hacer –se hace, de hecho– mala literatura. Pero no siempre sucede así. La autenticidad, desde luego, no garantiza la calidad de un escritor, pero si se posee esa calidad, la potencia. Y además nos acerca cordialmente a ese autor.
Hace años concluía un librillo mío con su ejemplo: cuando la vida y la literatura se unen con absoluta congruencia, la obra posee un sentido y el lector capta con emoción la armonía de esa música.
La obra de Miguel Delibes respira una honda fidelidad a su tierra castellana y a su ciudad, Valladolid, en los temas y también en la forma de tratarlos. Anecdóticamente, él renunció a muchas tentaciones de trasladarse a Madrid, con las grandes ventajas que eso hubiera supuesto en teoría para su carrera. Y acertó de pleno.
Era hombre sensible, vulnerable, propenso a la melancolía. Muchas veces declaró que su mujer, Ángeles, le había dado el equilibrio vital que él necesitaba. Ella murió en 1974, a los 50 años. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, seis meses después, confesaba él:
Hace ya veinte años la califiqué de ‘mi equilibrio’. He necesitado perderla para advertir que ella significaba también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra, sobre todas las demás cosas. Soy, pues, consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo.
Elogiando a su gran amigo José Jiménez Lozano, Delibes parecía bosquejar su autorretrato:
Amante de la verdad, detractor de la sociedad de consumo, independiente de toda organización y cualquier tipo de oficialismo, enamorado de lo pequeño, de lo aparentemente inane.
Estoy hablando de la persona pero también del escritor. Nunca le importó estar de moda: era totalmente ajeno a esa frivolidad. Le hubiera gustado llegar a ser, como Dickens, "un novelista para siempre".
No se dejaba deslumbrar por las novedades estéticas llamativas, por las piruetas de una presunta vanguardia. Proclamaba una y otra vez verdades eternas: en el arte, la forma no lo es todo:
Lo primordial en una novela es el qué se dice. El cómo se dice, por sí solo, nunca podrá darnos una gran novela y, apurando un poco, ni siquiera una novela.
Aunque a lo largo de su vida fue incorporando ciertas novedades técnicas, en su conjunto aparece hoy como un gran narrador clásico. Eso le privó del fervor de algunos críticos "a la violeta" pero le granjeó el aprecio de una gran masa de lectores.
En un momento de fácil nihilismo generalizado, elogiaba Delibes en un amigo, "su recto sentido del deber". Es decir, la ética del esfuerzo, no del éxito. En tiempos como los actuales, esta ética positiva no es precisamente lo que más nos sobra.
Todo esto puede concretarse en un personaje: "El apego a la tierra del señor Cayo, su humanidad profunda, su orgullo, su soledad...".
Retengamos esa expresión, tan simple, en definitiva: la humanidad profunda es lo que ha interesado siempre a Miguel Delibes.
Esas creencias son inseparables del tono en que se expresan. Es un tono –perdón por el tópico– castellano: sobrio, digno, sin alharacas. Por eso, desdeñaba los fastos y ceremonias huecas, a los figurones que ocultan su vacío tras las pompas y protocolos.
Una vez resumió así el sentido general de su obra periodística y literaria:
No he hecho otra cosa que informar e intentar comunicarme con mis semejantes... A través de mi viejo periódico, El Norte de Castilla, de mis libros y novelas, mi objetivo ha sido siempre buscar al otro, conectar con mis conciudadanos, tenderles un puente.
Su literatura era una forma de pegar la hebra –una fórmula coloquial que a él encantaba– con sus lectores. Leyéndole, hemos oído siempre la voz de un hombre al que considerábamos un amigo.