Injustificadamente se ha armado un cierto revuelo alrededor de la encuesta publicada por la OCDE que cifra en un 16% el tiempo que los profesores dedican a mandar callar en clase. Digo injustificadamente porque no puede sorprender el dato a estas alturas. En primer lugar porque es falso, dedican bastante más de diez minutos a mantener el orden en la clase. Considérese que se trata de un 16% de su jornada laboral, no de cada clase, y que se trata de una media estadística, con lo que puede suponerse que la cifra es significativamente superior en ciertas etapas, en algunos centros y en determinados entornos. Y, en segundo lugar, basta ya de sorprenderse con cada agresión a un profesor, con cada PISA que deja por los suelos los conocimientos de los alumnos o con encuestas como la presente. Ya se sabe. Ya sabemos que en las escuelas, sobre todo públicas, reina la indisciplina, que los profesores han perdido toda autoridad y que los centros no son sino una gran guardería del Estado donde estudiar dejó de ser un privilegio del alumno para pasar a ser una imposición legal sorteable a los 16 años.
Todo eso ya lo sabemos. Hemos asumido que ni el abandono ni el fracaso ni el absentismo ni siquiera las agresiones físicas a los profesores serán suficientes para que la izquierda rectifique y reconozca que su utopía igualitaria ha generado una auténtica fractura social para el 30% de los alumnos, que acaban en la calle sin un solo certificado escolar. Hemos asumido, incluso, que los profesores –a quienes, eso sí, debemos lo poco que funciona en el sistema educativo–, no van a protagonizar la revolución que deberían, no van a salir a la calle ni a ponerse en huelga ni a votar a las derechas para reivindicar que vuelvan las reválidas, que la separación entre Bachillerato y FP empiece antes, que se despida masivamente a todos los pedagogos, se vuelva a un currículum nacional con contenidos y no con metodología pedagógica o, sencillamente, que los alumnos les hablen de usted y se pongan de pie al entrar en clase.
Lo único que yo no he podido asumir es que insulten mi inteligencia de la forma tan descarada y tan grosera con la que lo ha hecho el ministro de Educación de Zapatero, Ángel Gabilondo. Hemos tenido que soportar 20 años de LOGSE, de "constructivismo", de "aprendizaje participativo", de "democratización de la escuela", de "no aplastar la personalidad del alumno", de decenas de planes y programaciones que hacen perder el tiempo al profesor, de disminuir las ratios, de APAs, de Consejos Escolares, de "educación en valores" y de un largo etcétera de ridículas banalidades que tratan de justificar que la escuela sea un caos y que se hayan perdido las formas más elementales de respeto, proscribiéndose toda exigencia de esfuerzo y todo reconocimiento del mérito.
Preguntado por las causas de la mediática encuesta sobre el tiempo que dedican los profesores a mandar callar, responde Gabilondo que esto "significa que trabajamos en un espacio donde uno habla y todos callan" y que, por el contrario, "donde el estudiante tiene más protagonismo el profesor tarda menos en hacer callar". Por tanto, dice el ministro de Educación de España, aquí lo que falla es que el profesor habla mucho (debe por tanto callar más y oír las aportaciones que tengan a bien hacer sus estudiantes) y los alumnos callan demasiado (deben, pues, tratar de expresarse, no memorizar tanto sino "aprender a aprender").
Se podría rebatir la tontería, se podría comparar la jungla en que estos caballeros han convertido la escuela pública con la disciplina, el orden, el prestigio y el reconocimiento que tenía la instrucción pública antes de que los predecesores socialistas de Gabilondo decidieran democratizarla. Pero la demagogia y el desprecio al interlocutor que manifiesta el ministro al decir que los alumnos no se callan porque estamos en sistema donde sólo habla el profesor, no merecen otra reflexión que la que encabeza este artículo: que se calle Gabilondo.