No hay toreros de la ceja y la tauromaquia es un vicio de la despreciable España, así que la posmodernidad ha tenido a bien prohibir los toros en Cataluña. Argumentos éticos hay para todo, y partiendo de los toros y llegando, qué sé yo, al coleccionismo de sellos –cuyo papel con su filo cortante puede ser un peligro para niños indefensos–, hay un largo camino de prohibiciones que este régimen está dispuesto a recorrer con la ayuda de los televidentes para inflar una administración pública cuya metástasis ahoga aquellas partes que sí son fundamentales.
Un guardia civil de carretera vigilando si los conductores llevan auriculares, quizá para escuchar una conferencia, es un guardia civil que no está vigilando delincuentes o borrachos escuchando bacalao en un subwoofer de 200 watios. Lo primero es una falta porque se puede observar y el hacedor de reglamentos puede presumir de protegernos. Lo segundo no es falta porque no se puede ver tanto. Por eso, los toros tienen mucha visibilidad y hay que prohibirlos, pese a que la crueldad más horrible siempre se hace a escondidas y para ello solo hace falta ir a un matadero. Quizá algún salvador de la biodiversidad maltrate a sus hijos o a su perro, pero eso nunca lo sabrán los tontos que externalizan su bondad con objetivos de su indignación tan evidentes y tan evidentemente rentables.
Entretanto, la larga crisis que nos espera garantiza que volveremos a ser pobres, pero gracias a la telepredicación llegaremos a ser lo suficientemente tontos como para estar contentos con estas batallitas ganadas al sentido común en nombre de esa bondad exhibicionista y corta de entendederas que tanto vende en los platós.