El mayor invento político de los últimos dos mil años ha sido la democracia liberal con su separación de poderes y su imperio de la ley. Su objetivo es limitar el poder. No es extraño que las élites quieran cargársela. Éstas han buscado nuevas vías de legitimación que se salten su molesto sistema de controles. El Estado del Bienestar adoptó el espíritu maquinista en la administración y generó una densa burocracia llena de especialistas y complejidades a las que era difícil echar el diente. El político era una especie de Homer Simpson que dormitaba en la sala de controles de un leviatán con supuesta legitimidad tecnocientífica. El desastre económico del modelo Estado-balneario llevó a un retorno relativo a los fundamentos y al adelgazamiento del Estado del Bienestar, que supuso un saneamiento de las arcas públicas. Como no podía ser de otra forma, después de los Aznares y los Álvarez del Manzano llegaron los Gallardones y Zetapés; una nueva clase política derrochona.
En esta época de la imagen y la comunicación vertiginosa, no hay tiempo para el decantamiento de ideologías coherentes. Todo está lleno de pasteles a medio hacer. Antes, los ideólogos escribían sesudos tratados que con suerte en medio siglo llegaban a influir en la acción política. Ahora se escriben ideas sueltas y antes de que les den coherencia, ya hay otro que las está utilizando para mezclarlas en una nueva receta. No es extraño que ahora las políticas cristalizen no en los teóricos sino en políticos o empresarios del poder, hombres de acción sin intereses intelectuales, pero con el instinto suficiente como para cazar al vuelo cualquier excusa para sus ambiciones. Por eso, cuando un término tan amplio como gobernanza –que redefine el mismo Gobierno– circula mucho entre los políticos, significa que ya nos podemos poner a temblar... y en serio.
El concepto de gobernanza que estaba cristalizando en medio de la juerga y la abundancia pre-crisis buscaba la "superación" del concepto de administración eficiente bajo la excusa de una participación ciudadana que diera un servicio público integral. Las redes de instituciones públicas y los grupos de interés no gubernamentales iban a definir la acción politico-social por consenso al nivel más cercano posible a los ciudadanos y así aumentar su grado de satisfacción. Hasta aquí en lenguaje politiqués.
Pero todo esto, en la práctica, ¿en qué se traduce? Pues en la democracia participativa de ZP, tan roussoniana y masónica ella, donde los intereses públicos y privados se confunden y donde un determinado empresario puede ser abiertamente amiguete y asesor; donde la legitimidad no se define por el respeto a la ley, sino a golpe de encuesta y donde lo más importante para el político es, más que nunca, el impacto mediático y la confraternización con los medios de comunicación y con los grupos de presión con altavoz. Unos grupos de presión que rebautizados como ONGs, pastorean la opinión pública y adquieren legitimidad para meterse hasta la cocina del poder. Es también el modelo de instituciones alérgicas a los controles, llenas de viejos políticos logreros, como la UE y la ONU. Lástima de crisis. Éste podría haber sido más aún el gran momento para todo tipo de sinvergüenzas y aventureros.