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Albert Esplugas Boter

Estado S. A.

Cuando un programa estatal fracasa, los burócratas siempre piden más dinero. Cuando una empresa dispensa un pésimo servicio, buscamos alternativas acudiendo a la competencia, obligándola a renovarse o a desaparecer del mercado.

El Estado es como una gran empresa. Nos proporciona servicios a cambio de una contribución, nos asegura en contra de riesgos y fatalidades, nos permite decidir sobre su estructura y modelo de gestión. Los ciudadanos somos sus clientes y al mismo tiempo, sus accionistas. La Constitución del país es el contrato que nos vincula al Estado y nos reconoce como titulares de la empresa. Todos tenemos derecho a elegir el Consejo de Administración y a su presidente mediante sufragio. Cualquier persona puede llegar a presidente si consigue el apoyo de una mayoría de accionistas. Si no nos gusta cómo los gobernantes conducen la empresa, podemos despedirlos y escoger a otros. En el mercado político los partidos compiten por nuestro favor e intentan satisfacer "la demanda" de los votantes. La naturaleza y los incentivos del Estado, en definitiva, son similares a los de una corporación. Si los liberales mostramos tanta simpatía por la empresa como organización, ¿por qué somos tan hostiles al Estado?

Porque el Estado y la empresa que opera en el mercado, una vez despojamos la analogía de sofismos, no se parecen en nada.

El Estado obtiene sus fondos por la fuerza a través de impuestos, la empresa se financia con aportaciones voluntarias de inversores y consumidores. Si no nos satisface el servicio que nos proporciona una empresa podemos dejar de comprarlo o irnos a la competencia. Si no nos gusta el servicio que nos ofrece el Estado tenemos que pagar igualmente (a menudo estamos incluso obligados a consumirlo), y no hay competencia a la que recurrir porque el Estado es un monopolio territorial. En el mercado podemos cambiar de proveedor de internet o de compañía de gas con una llamada. Si queremos cambiar de policía, tener una justicia más eficiente o pagar menos impuestos por estos servicios, tenemos que hacer las maletas y mudarnos a otro país. Como en el extranjero los Estados tampoco son empresas, emigrar raramente compensa.

El Estado responde ante electores que votan cada cuatro años, mientras que una empresa responde ante consumidores que votan cada día con su dinero. La democracia del mercado es bastante más directa. Si no nos gusta un producto, acudimos inmediatamente a la competencia, pero si no nos gusta un Gobierno tenemos que esperar a las próximas elecciones y con toda probabilidad lo reemplazará el mismo perro con distinto collar. Las empresas compiten por cuota de mercado, los partidos políticos compiten por cuota de poder. Las empresas pueden lucrarse atendiendo a las minorías y sólo sirven a los consumidores que reclaman sus servicios. Los partidos políticos apelan a las mayorías, al votante medio, y el vencedor ejerce su poder sobre todos los ciudadanos aunque no lo hayan pedido.

En el "contrato" con el Estado no figuran nombres ni firmas y no hay ninguna cláusula que especifique que por el hecho de votar "sí" en un referéndum estamos renunciando a nuestros derechos. Si la Constitución fuera un contrato serio tampoco vincularía a los que votaron en contra ni a las posteriores generaciones que nunca han votado. Una empresa que extendiera contratos de esta clase sería el hazmerreír de los tribunales. La empresa y sus estatutos son de libre adscripción, el Estado y su Constitución son de obediencia obligada.

Los burócratas no arriesgan sus propios recursos sino los recursos que forzosamente extraen a los contribuyentes. Como la irresponsabilidad y la ineficacia les salen gratis, no tienen incentivos para ser responsables ni eficientes. Los empresarios en el mercado, en cambio, arriesgan sus propios recursos o los de otros inversores y su fortuna depende de lo bien o mal que ofrezcan el servicio. Los políticos pueden prometer lo imposible y engañar impunemente a los votantes. Cuanto más prometen, más entusiasmo generan. La empresa tiene una imagen y una reputación que cuidar, su marca no caduca a los cuatro años y un escándalo puede costarle muchos clientes y llevarle a la bancarrota.

La subsistencia del Estado no depende de las aportaciones voluntarias de nadie, luego no sabemos cuánto dinero está la gente dispuesta a pagar por lo que recibe. El hecho de que tengan que amenazarnos con embargos y cárcel para pagar impuestos, y que los que pueden volver a pagar contratan servicios privados, nos da una pista de la calidad de los servicios públicos y de cuánto nos desvivimos por ellos. Cuando un programa estatal fracasa, los burócratas siempre piden más dinero. Cuando una empresa dispensa un pésimo servicio, buscamos alternativas acudiendo a la competencia, obligándola a renovarse o a desaparecer del mercado.

Una empresa se guía por el test de la rentabilidad. Si es muy rentable significa que ofrece a los consumidores algo que éstos valoran mucho más de lo que cuesta producirlo. Si no es rentable significa que despilfarra recursos y acaba en bancarrota. El Estado no está sujeto a ningún test de rentabilidad, no es premiado con beneficios si sirve bien a la gente, ni castigado con pérdidas cuando despilfarran recursos. Teniendo en cuenta que el Estado carece de incentivos para economizar recursos y sus ingresos pueden ser tan altos como la tuerca de Hacienda lo permita, el despilfarro está asegurado.

Si de verdad soy un accionista del Estado, que me dejen vender la acción.

En Sociedad

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