Sin duda, no faltaban razones de peso para llegar a esta conclusión. El que probablemente sea el mejor historiador del pensamiento económico que haya existido jamás, Joseph Schumpeter, escribió en 1915, con motivo del 75 cumpleaños de Menger: "Como si hubiesen venido de otro mundo –sin explicación y sin causa– Menger, Böhm-Bawerk y Wieser aparecieron en la escena económica de aquella época". Schumpeter conocía en ese momento el terreno de primera mano, porque pocos años antes había sido discípulo de Eugen Böhm Bawerk, a su vez discípulo de Menger. El paso de los años tampoco hizo cambiar a Schumpeter de opinión, pues a lo largo de su vida reiteró este juicio en diversas ocasiones; por ejemplo en su libro de biografías de economistas, datado en 1952, puede leerse que "con autonomía y grandeza científica, el trabajo intelectual de Menger se presenta con un marcado contraste frente a su entorno. Sin estimulación externa y desde luego sin ninguna ayuda, atacó el edificio en ruinas de la teoría económica".
Más llamativo aún es el caso del gran Ludwig von Mises, quien en su historia de la Escuela Austriaca señala textualmente que "sin duda, ninguno de sus profesores, amigos o colegas se interesó por los problemas que emocionaban a Menger. Cuando, poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial, le pregunté sobre las reuniones informales en las que participaban los jóvenes economistas de Viena para discutir problemas de teoría económica, me comentó: ‘Cuando tenía tu edad, nadie en Viena se preocupaba por estas cosas’. Hasta finales de los años 70 del s. XIX no había ninguna Escuela Austriaca. Sólo estaba Carl Menger".
El problema –y lo siento mucho por el gran Schumpeter y todavía más por el aún mayor Mises– es que este relato histórico es más falso que un duro sevillano. Desconozco las razones que llevaron a estos, por otro lado, honestos y ejemplares economistas a tergiversar de manera tan artera la historia del pensamiento económico –aunque la hipótesis más probable es la marcada germanofobia de ambos– pero después del devastador artículo de Erich Streissler sobre las influencias intelectuales de Carl Menger, resulta simplemente imposible seguir sosteniendo que el austriaco era algo así como un outsider en su época. Menger, por el contrario, fue la culminación histórica de toda una tradición económica que hoy sabemos que abarcaba a la Escuela del Valor de Uso alemana (Gebrauchtwertschule) e incluso, tras los impagables descubrimientos de Gabriel Calzada, a toda una corriente de pensamiento que llega hasta nuestra Escuela de Salamanca (pasando por Francia, Escocia, Holanda e Italia).
Casi ninguno de los grandes hallazgos que se le atribuyen a Menger –la subjetividad del valor, la relación real entre precios y costes, el origen evolutivo del dinero e incluso la utilidad marginal decreciente– es original suyo, sino que ya eran sobradamente conocidos en Alemania desde comienzos del s. XIX.
Tengamos en cuenta que la magnum opus de Menger en 1871, los Principios de Economía, fue desde un comienzo muy bien recibida en Alemania por cuanto encajaba a la perfección con todo lo que se venía publicando y enseñando en sus universidades desde hacía 70 años. Es más, Menger en ningún momento trata de ocultar esa deuda intelectual con sus precedesores alemanes, pues dedica sus Principios a Wilhelm Röscher, el economista alemán más importante de la época; cita positivamente y con profusión a otros economistas alemanes como Hermann, Schäffle, Knies o Rau; y, de hecho, reconoce explícitamente en el prólogo que "el campo de estudio aquí tratado ha sido, en su mayor parte, patrimonio común de los recientes avances de la economía política alemana".
Menger no llegó a lo más alto de nuestra ciencia rebotando contra el vacío, sino alzándose sobre hombros de gigantes; más bien, de otros gigantes como él. Porque si algo no me gustaría es que esta contextualización de la obra del austriaco desmereciera un ápice su monumental contribución a la ciencia económica. Menger fue un genio como pocos habrá tenido nuestra disciplina. Antal Fekete –probablemente el continuador más fiel del pensamiento mengeriano– ha llegado a afirmar que el austriaco se sitúa a la altura intelectual de Aristóteles dentro de la historia del pensamiento. Y, exagerado o no, lo cierto es que sus Principios de Economía siguen siendo, en palabras de otro enorme economista como Charles Rist, "la mejor introducción que se le puede dar a un joven economista para que aprenda las nociones básicas de la economía política".
El libro sistematiza, clarifica y engarza lo mejor de todos sus predecesores en un corpus que servirá de base para el ulterior desarrollo de la ciencia económica. A través del individualismo metodológico, es decir, tomando como punto de partido el individuo que actúa y toma decisiones, Menger va explicando cómo los bienes económicos lo son en tanto instrumentos para satisfacer necesidades humanas; que la importancia de esas necesidades será la que determinará su valor y su precio (y no el trabajo incorporado, como creyeron, entre muchos otros, David Ricardo y Karl Marx); que la importancia de las necesidades será progresivamente decreciente conforme aumente la cantidad de un bien (resolviendo la paradoja de por qué los diamantes eran más caros que el agua siendo menos útiles); que los intercambios se realizarán a un precio que sea mutuamente beneficioso para las partes en función de la importancia subjetiva que le asignen al bien intercambiado; que la producción de cada bien se estructura en una serie de etapas temporales –distinguiendo entre bienes finales o de consumo y bienes de orden superior– y en un ambiente de incertidumbre inerradicable en torno al resultado final donde, por tanto, el individuo puede equivocarse; que el valor y el precio (o coste) de los bienes económicos de orden superior dependerá del valor y del precio del bien de consumo que contribuyan a producir (aun hoy se sigue creyendo ingenuamente que los precios dependen de los costes cuando es al revés); que no todos los bienes económicos serán igualmente vendibles en grandes cantidades (presentarán diversos grados de lo que más tarde llamará "liquidez"); y que mediante la búsqueda empresarial de medios que faciliten y aceleren los intercambios, el dinero evolucionará de forma espontánea en sociedad –sin necesidad de que lo imponga el Estado– a partir de los bienes más líquidos (los que son más fácilmente vendibles), siendo el caso paradigmático el del oro.
Aunque, como digo, muchas de estas ideas no eran nuevas, su unidad sí lo fue. Y por ello logró un reconocimiento y una influencia generalizada que sólo cabe lamentar que no fuera mucho mayor.
Pero sería injusto reducir los logros de Menger a sus formidables Principios de Economía. Tras la publicación del libro, el economista austriaco se convirtió, primero, en el tutor personal del príncipe Rudolf, el sucesor al trono del Imperio austrohúngaro y, posteriormente, en uno de los dos púgiles de la célebre Methodenstreit o polémica sobre el método en economía.
De las lecciones a Rudolf nos ha quedado una recopilación de las transcripciones escritas que hizo el propio Rudolf y donde encontramos el lado más político del pensamiento de su tutor. Menger educó al príncipe en los principios del liberalismo, pero no de un liberalismo cualquiera, sino, en palabras de Streissler, a la sazón editor de la recopilación de las lecciones, "un liberalismo clásico de la más pura cepa que asignaba un papel al Estado incluso más reducido que el de Adam Smith". Lástima que Rudolf no gozara de la fortaleza psicológica suficiente como para hacer buen uso de la magnífica formación recibida.
De la polémica sobre el método que libró con éxito contra el historicista alemán Gustav Schmoller hemos recibido la otra gran obra de Menger: La investigación sobre el método de las ciencias sociales, donde se analizan los distintos métodos y enfoques que pueden dársele a la ciencia económica en sus tres vertientes (teoría económica, historia económica y economía aplicada). Menger considera que el método ideal –siempre que pueda utilizarse– es el deductivo, por ser mucho más preciso, completo, riguroso y exacto que el inductivo. Esta valiosa semilla metodológica fue la que germinó en todo su esplendor en la praxeología de Mises, una ciencia a priori de la acción humana y de la economía.
Concluida la Methodenstreit, Menger continuó preparando hasta su muerte una segunda edición de sus Principios de Economía bastante más ambiciosa y omnicomprensiva que la primera y donde se integraran algunas de las investigaciones sobre el dinero, el capital o el interés que seguía desarrollando. Parte de su proyecto teórico quedó inconcluso y sólo pudo ser completado por economistas posteriores (especialmente por su discípulo Böhm-Bawerk). Pero otra parte muy importante fructificó en ricos hallazgos que se fueron publicando en artículos sueltos –como una caracterización más precisa de la liquidez de los bienes según la variación de sus spreads de precios o su definición empresarial del capital– y que nunca fueron hilvanados coherentemente con el resto de su teoría en esa tan esperada segunda edición de los Principios. Este fue motivo por el cual, y para desgracia de nuestra ciencia, esas nuevas aportaciones de Menger han caído en el olvido a la espera de que alguien las rescate.
Es curioso, pues, que más de un siglo después de que Menger revolucionara la ciencia económica, los economistas todavía no le hayamos sacado todo el jugo posible a su obra. Pero precisamente por ello –porque no lo desarrolló todo y no todo lo que desarrolló fue perfecto–, generaciones sucesivas de economistas se han ido acercando a sus libros para ir enriqueciendo nuestra ciencia alrededor del corazón teórico mengeriano. La obra de Menger no sólo alcanzó fama universal, sino que, sobre todo, dio origen a la línea de pensamiento y al programa de investigación económico más realista y profundo de cuantos se hayan abierto hasta el momento: la Escuela Austriaca de Economía.