Esperanza Aguirre ha hecho mal no asistiendo al Comité Nacional de su partido. Ha vuelto a confundir la ética con la política. Aunque podría conseguir aplaudir su ausencia en el orden de los principios morales, no puedo dejar de criticarla en términos políticos. Ha confundido el partido con una institución democrática. Falso. Por el contrario, el proceder de Gallardón y Cobo ha sido propio de quienes saben que en el interior de los partidos políticos sólo rigen las leyes de la táctica, y la fundamental de entre todas esas leyes, como nos enseñara Robert Michels en la primera década del siglo pasado, es la disposición para el ataque. Gallardón y Cobo saben perfectamente que la democracia en el interior de los partidos es imposible, precisamente, porque es incompatible con tal disposición.
Las organizaciones políticas son martillos, repetía Michels una y otra vez, en manos de su presidente. La democracia es inservible, por lo tanto, para el uso doméstico de los partidos políticos. Esas enseñanzas han sido más que asimiladas por Gallardón y Cobo, constituyen, en verdad, la sangre de estos dos animales políticos entrenados únicamente para eliminar a sus correligionarios, pero Esperanza Aguirre persiste con su comportamiento con extender la democracia a su partido. Ingenua. Es tan loable su persistencia como inviable. Es la tragedia de la política contemporánea. De la democracia.
Rajoy, como sus aliados del ayuntamiento de Madrid, también conoce la lección de Michels. Más aún, su comportamiento, desde que fue nombrado jefe del partido por Aznar, responde a la frialdad del burócrata que está dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias, o sea, la destrucción del propio martillo, la ley fundamental de la táctica que rigen en todos los partidos políticos: la disposición para el ataque, es decir, matar a todo posible competidor en la jefatura del partido, empezando por el jefe que le nombró. El discurso de Rajoy, dirigido al Comité Nacional del PP, es un monumento a esa terrible regla teorizada por Michels en las primeras décadas del siglo pasado.
Rajoy sigue al pie de la letra el guión de los manuales de los años treinta sobre el funcionamiento de los partidos políticos. El jefe elimina cualquier disidencia, naturalmente, sin importarle el precio que pague la organización, aunque en este caso puede ser, insisto, la fragmentación, incluso la desaparición, del partido, sobre todo, si tenemos en cuenta, o mejor, leemos detenidamente, las últimas encuestas del CIS: Rajoy aparece en el quinto puesto en la valoración de su liderazgo y, peor todavía, el 80% desconfía de él. Terrible.
No obstante, Rajoy es implacable en la utilización de la organización; por eso, vuelve a repetir las frases frías de siempre, a saber, se presentó a la presidencia del partido, porque, primero, su candidatura obtuvo los mejores resultados de la historia de la organización, en segundo lugar, porque una mayoría del partido se lo pidió y, en tercer lugar, porque le dio la gana. Nadie compitió con él, y ganó, en el famoso congreso de Valencia de 2008, con un respaldo del 84,6%. Eso es todo. Y estará hasta las próximas generales. Punto. ¿Cómo combatir esa frialdad tan burocrática como carente de imaginación del discurso de Rajoy? Responder a esa pregunta es un asunto clave para Esperanza Aguirre y sus seguidores. Por desgracia, sospecho que sus asesores están tan perdidos como sus terminales mediáticas en Telemadrid.