Todos hacemos esfuerzos por no dañar o, al menos, por perjudicar lo mínimo posible a los partidos políticos que pudieran, alguna vez, representar nuestros ideales ciudadanos. Todos hacemos como si esto fuera una democracia. Pero, en verdad, todos sabemos que esto es una falsa representación, una mala réplica, de una democracia fundamentada en el balance de poderes. Acaso, por eso, sea cierto que la justicia no trata, como dice Esperanza Aguirre, con la misma vara de medir la corrupción del PP que la del PSOE. Es verdad que el PSOE tiene más controlado el tejido judicial que el PP. Es una cuestión de más o menos, en efecto. También es verdad, por motivos que no vienen al caso, que el PP difícilmente hallará jueces tan fieles a su proyecto como el PSOE tiene incorporados a su empresa económica e ideológica.
Pero nadie se engañe con la corrupción, todos los partidos políticos están en la misma basura. El PP también en esto es vicario del partido que obliga al pueblo a elegir unos representantes. El simulacro democrático español está basado retóricamente en que el pueblo escoge a sus representantes, pero, en verdad, son los representantes los que se hacen elegir por el pueblo. Las listas cerradas y bloqueadas imposibilitan la renovación de los partidos políticos. La corrupción está institucionalizada. Más aún, el gran problema que se plantea en España es saber si la profesión de hacerse elegir –siempre con la ayuda de unos publicitarios o como se llamen– mantiene alguna relación con la capacidad de gobernar. El arte de recoger votos para alcanzar el poder, en mi opinión, está cada vez más alejado de la competencia para gobernar.
He ahí la base de todos los tipos de corrupción que hoy dominan la sociedad española: la incapacidad de los representantes para gobernar. Al lado, o mejor, de forma paralela a esa perversidad se desarrolla otra aún más horrenda en los medios de comunicación política: el disimulo. Sí, sí, cuanto más se extiende la corrupción por todos los ámbitos de la vida pública, aparece una fuerza irracional, aún más potente y dañina, que desarrolla una especie de necesidad para ocultarla. Naturalmente, en las sociedades encanalladas, como la española, esa operación de disimulo lleva a la inmensa mayoría de los medios de comunicación a ponerse al servicio de uno de los dos grandes artífices de la corrupción.
La corrupción y su disimulo lo invaden todo. No se trata de una plaga bíblica, sino de una sociedad que ha conseguido vivir sin los principios básicos que rigen las democracias más avanzadas: confianza, responsabilidad, fe en la palabra del otro, principios y tradiciones sobre las que construir la base de la civilización. No hay, sobre todo, capacidad de autolimitación en el ejercicio del poder ni menos aún tradiciones en las que asentar ese sentido de la mesura los políticos profesionales. La honradez ha desaparecido de la vida pública. Lo diré de otro modo: una sociedad que aguantó cuarenta años de dictadura está preparada para soportar otros cuarenta años de corrupción de las instituciones "democráticas". He ahí la clave fundamental de la democracia española. Los socialistas y los populares repiten hasta la saciedad el esquema. Ninguno cree en la representación política, los políticos no se toman en serio que son simples representantes de los ciudadanos en las instituciones, sino que actúan como si fueran, de hecho lo son, sus propietarios.