Tengo un amigo politólogo que disfraza sus opiniones sobre el incierto futuro de los países árabes. Tiene miedo a equivocarse. Nadie parece tener criterios firmes sobre el particular. Es normal. Nunca es fácil ver la novedad que trae una revuelta popular o una movilización ciudadana, especialmente en países dónde pensábamos o intuíamos que sólo existían súbditos. Las movilizaciones buscan, en efecto, conquistar el espacio público-político, pero es menester mantener un rígido escepticismo sobre esa pretensión, porque los países árabes no han tenido tradiciones democráticas. En otras palabras, las movilizaciones tienen como pretexto la búsqueda de libertades democráticas, pero fácilmente pueden ser manipuladas por los integristas islámicos o los dictadores ateos.
Sin embargo, ese escepticismo, por otro lado muy sano tratándose de países con inciertas tradiciones religiosas y políticas, puede bordearse si reconocemos que entre la servidumbre voluntaria, el esclavo, y el hombre plenamente libre, el ciudadano, hay cientos de situaciones intermedias que definen las singularidades y las diferencias de los regímenes políticos árabes con respecto a sistemas democráticos más o menos reconocidos. Precisamente, en esas situaciones de búsqueda de libertad, que a veces limitan con el heroísmo y otras parecen normales, a través de lo público es donde hallamos la novedad. El pueblo árabe, independientemente de la nacionalidad, se siente genuinamente humano en el ámbito público. Es, en efecto, ahí donde unos seres humanos se encuentran con otros donde hallamos las energías que movilizan a los pueblos árabes a rebelarse contra sus gobiernos. Aspiran a ser ciudadanos. Quieren participar en lo que les atañe públicamente.
Claro que no es lo mismo el régimen de Túnez que el de Egipto. También hay grandes diferencias entre el régimen del criminal Gadafi y el de sus vecinos argelinos. Pero, en todos esos países, hay algo en común, a saber, la "idea", quizá creencia, de que un conjunto de ciudadanos unidos sólo por las palabras pueden cambiar, e incluso derrocar, a sus regimenes políticos. Cabe, naturalmente, criticar esta posición con el cinismo europeo postmoderno, a saber, es imposible que el ser humano se movilice por la libertad sino ha sido educado en la libertad. Esta objeción es relevante, pero, sin duda alguna, cínica, muy cínica, porque niega a otros lo que Occidente tiene. ¿Por qué no reconocer que la fuerza política de los árabes contra sus déspotas tiene el mismo origen que la democracia occidental? ¿Por qué negar que el pueblo árabe se moviliza porque la voluntad de ser libre es superior a la tendencia del ser humano al gremialismo y a la aceptación de la imposición de la tribu?
La conquista de libertad es más fácil, y este es el gran valor que debería sacar Europa de estas revueltas populares, si se la supone. Por este camino, la democracia no es sólo conquista de libertades sino, como nos enseñaron los clásicos del liberalismo, supuesto. Las revueltas populares, en efecto, suponen y, a veces, parten de ciertas libertades. ¿O es que acaso desaparecen todas las libertades individuales de las dictaduras? No; a veces, incluso en los regímenes más dictatoriales, conviven perfectamente gentes que tienen libertades privadas, otros dirían individuales, con la mayor represión de las libertades públicas y colectivas. Pues eso, igual que en Occidente la democracia no puede reducirse a conquista de libertades, sino que hay que suponerlas, también en estos países árabes, en unos más y en otros menos, han existido ciertas libertades que, al final, son el núcleo, o la semilla, o el humus sobre el que fructifica la protesta democrática.
En todo caso, parece que las insurrecciones del Próximo Oriente ya han puesto en cuestión el cínico esquema occidental de que, en el mundo árabe, sólo caben dos tipos de modelos políticos: o la dictadura atea o el integrismo islamista. Ese esquema, aunque a muchos les europeos les cueste creerlo, ha saltado hecho añicos, porque la gente protesta, en principio sólo protesta, por conquistar el espacio público-político. La gente no asalta el Palacio de Invierno sólo quiere tomar la plaza pública.