Ortega y Gasset está vigente. Su pensamiento y su prosa son actuales. Sus críticos no son nada ante este gigante de la filosofía del siglo veinte. Dos veces, en los últimos días, ha sido citado Ortega en este periódico. Una para criticarlo por haber creado la Agrupación al Servicio de la República, en 1931, y otra para recuperar su capacidad metafórica para hacer política. No comparto la primera objeción, porque jamás ha habido en España una idea tan clara de un Estado dentro de una Nación como la que formuló Ortega en esa época, y aplaudo la defensa del concepto, del pensamiento, en fin, de la filosofía a través de la creación literaria. Sin metáforas la filosofía muere de rigor mortis. De pesadez. Pero nada de eso es importante, mientras no nos hagamos cargo de que la filosofía política de Ortega, quizá el asunto peor tratado entre los especialistas en la obra del filósofo, contenida en su idea de libertad es clave para construir aquí y ahora, en España, un Estado democrático.
Sí, acaso su idea de libertad, esa esperanza rescatada de la fatalidad, según la feliz definición de su más grande discípula, María Zambrano, es la pauta decisiva del pensamiento de Ortega que aún sigue vigente, sobre todo para saber cuál es el verdadero nivel de democracia alcanzado por nuestras sociedades. No sé, en verdad, si ese concepto de libertad, cuyo origen es tan clásico como nietzscheano, logrará terminar con los venablos lanzados contra Ortega, pero no parece mal camino investigar las complejas repercusiones que tiene el principio liberal orteguiano para la profundización de la nación democrática. Creo que es el mejor camino para defender a Ortega de la falaz acusación que insiste en presentarlo como un antidemócrata. Que en una sociedad cada individuo pueda llegar a ser lo que es sin verse sometido a presiones o favores es el ideal liberal, y acaso la mejor definición del liberalismo español, que preside la entera obra de Ortega. Toda la trayectoria política de Ortega es consecuente y absolutamente coherente con este ideal, que expuso con transparencia y belleza, poéticamente, varias veces a lo largo de su obra, aunque quizá fuese en su famoso discurso de Rectificación de la República, pocos meses después de la llegada del régimen republicano, en abril de 1931, cuando lo formuló con precisión:
La República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vaque libremente su destino, de dejarle fare da se, que se organice a su gusto, que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración.
Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias, se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuese auténticamente lo que es, sin quedar por la presión o el favor deformada su sincera realidad.
Sin libertad, pues, la democracia es una quimera.