La cuestión, para quien escribe en un periódico digital, puede parecer baladí, pero no lo es. Es obvio que Internet ha cambiado las formas de vida. Quizá no tanto como la invención de la rueda, pero, como otras tecnologías modernas, ha cambiado nuestras formas de vida. Pero no la Vida. Esa es la conclusión a la que he llegado, después de hablar con un cura, un catedrático de filosofía y una mujer ingeniero de IBM sobre cómo Internet ha cambiado sus vidas. Gracias también a esa conversación directa, sin chat alguno que enmascarase nuestras presencias vitales, he visto tres actitudes fundamentales ante Internet.
Primero, existe un tipo de usuario de Internet que se niega a responder esta sencilla pregunta, ¿cómo Internet ha cambiado su vida?, porque carece de de sentido y significado su planteamiento. Para este tipo de internauta enganchado en la red día y noche, como un autómata, dispuesto a perder horas, días y semanas visitando páginas y páginas sin ton ni son, la pregunta está muy mal formulada, sencillamente, porque no había vida antes de Internet. El canon, la medida, de la vida no es otro que Internet. Esta gente esta dominada por la razón instrumental. Internet, según el Epimeteo de la red global, no habría determinado las formas de vida, sino la propia vida.
Hay otros internautas más moderados en su valoración de Internet, pero no menos firmes a la hora de mantener que la red de redes es una revolución, que ha cambiado por completo nuestras formas de vida, incluso el sentido de algunas vidas. Gracias a Internet, quién lo puede poner en duda, millones de hombres y mujeres han descubierto mundos que de otro modo hubiera resultado imposible su hallazgo. Habría una tercera categoría de usuarios de Internet que no está dispuesto a reconocer, a pesar de valorar las bondades utilitarias del invento, que éste haya cambiado el fondo de nuestras vidas. Más aún, la vida auténtica no sólo no la habría mejorado, sino que habría contribuido de modo decisivo a desquiciarla. En lo superficial, en la espuma de la vida, Internet lo habría cambiado todo, pero, en el fondo, no habría tocado nada. O peor todavía, según este internauta crítico, habría contribuido con sus toneladas de información a engordar la sociedad ovina que define este comienzo del siglo XXI.
Internet podría, fácilmente, convertirse en un escape perfecto, una pérdida de tiempo sin conciencia, para esquivar todos aquellos ámbitos donde se juega, de verdad, la vida. Internet sería la droga ideal para fomentar la peor enfermedad de nuestra época: el actuar sin pensar. Visitar y visitar páginas sin criterio alguno hasta hacernos olvidar el principal objetivo de nuestra primera búsqueda: la salvación de la vida.
De acuerdo con esos tipos ideales, mi opinión dista de ser clara y distinta, pero, como no hay vida sin riesgo, ahí va mi juicio sumarísimo a Internet en su día de fiesta. Usado con sabiduría, con criterio, Internet te daría una magnífica información. Sin embargo, difícilmente Internet te daría directamente sabiduría, arte de vivir, tiempo de maduración. Internet, pues, ha acelerado el ritmo de la vida, pero a cambio de robarnos nuestro tiempo, los ciclos de nuestra vida. Sí, el ser humano requiere su tiempo; pues es que acaso alguien duda de que tenemos tiempos de primavera y verano, de otoño e invierno… Internet, sin embargo, acorta los ciclos vitales, a veces, de modo dramático. Su inmediatez, su aceleración, nos desborda. Un correo electrónico, por ejemplo, no es una carta, aquél nos hace desaparecer casi por completo el sentimiento de espera que ésta nos entrega. Desaparece ese tiempo, tan estimulante y lleno de vida, en el que maduramos la esperanza o la decepción.