Recientemente hemos vivido un ejemplo de nacional-catolicismo, es decir, una manera falsamente mundana de interpretar el cristianismo del que se pueden aprender varias cosas, por ejemplo, que un hombre equivocado puede llegar a ser coherente, y que el nacionalismo siempre nos sorprende por su perversidad. En efecto, el tabú del incesto con la tierra, el nacionalismo, es uno de los peores males que soporta España. Ese prejuicio nacionalista no sólo está poniendo en peligro las bases de la civilización y la convivencia entre los españoles, sino que amenaza con destruir las bases del propio cristianismo.
El nacionalismo vasco y el catalán han infectado con tanta virulencia los fundamentos de órdenes religiosas tan respetables como la de los franciscanos y los benedictinos, por no hablar de jesuitas y dominicos, que diríamos que no vemos salida a este problema. Un ejemplo paradigmático del mal nacionalista en el seno de la Iglesia Católica es el dado por José Arregui, franciscano vasco, contra su obispo José Ignacio Munilla, que ha terminado sin embargo con final feliz y, en cierto sentido, coherente. Feliz, porque Arregui ha abandonado la orden franciscana al no tener alojamiento en ella su nacional-catolicismo; y coherente, porque al fin este hombre se ha enterado de que San Francisco de Asís era la antitesis de la soberbia.
José Arregui, que no ha parado de criticar, despreciar e insultar a su obispo desde el mismo día de su nombramiento como obispo de San Sebastián, ha decidido abandonar la orden, porque no hay espacio para la insumisión. En esto, al menos, tiene razón el exclaustrado; no creo que nadie en su sano juicio, y al margen de sus creencias, pudiera imaginarse al bueno de San Francisco de Asís insultando a su obispo. La regla fundamental de esta orden no es otra que la obediencia y sumisión al Papa. Al socaire de esta regla parece, pues, incomprensible que este franciscano haya tardado tanto tiempo en percatarse de lo que debería haber sido la base de su vida religiosa. Este hombre ha estado toda su vida engañándose y, por supuesto, engañando a sus hermanos, porque su nacionalismo estaba por encima de la difusión del Evangelio.
Resulta tan incomprensible como sospechoso que un franciscano no quiera saber la base del comportamiento del fundador de la orden. El nacionalismo vasco es de tal perversidad que ya no se detiene ni siquiera ante uno de los santos más queridos de la cristiandad. Es de los pocos que recibió los estigmas de Cristo. Fue el primero. San Francisco regeneró el cristianismo porque sólo quiso la regeneración del cristianismo dentro de la Iglesia Católica, pero Arregui y sus secuaces nacional-católicos no quieren otra regeneración que la dictada por el tabú del incesto con la tierra, el nacionalismo vasco. Arregui es un revolucionario, una oveja descarriada, mientras que San Francisco fue un regeneracionista, un buen pastor.