LD (Víctor Gago) Curioso relato, el de la joven francesa que fue secuestrada por los tres terroristas de ETA tras el atentado. La abandonaron atada a un árbol en un bosque donde hay un cartel que dice: "Aquí, cazadores felices". Importa ese recuerdo; su selección, su exactitud. "Fanny Tilhet vio que había un cartel que decía: Aquí, cazadores felices". Así lo contó a los periodistas de agencia que replicaron sus recuerdos de esas horas.
También recordó que la angustiaba el miedo a no volver a ver a su marido y sus dos hijos, "lo más importante del mundo" para Fanny Tilhet. La terrorista le cogió la mano y le dijo: "Tranquila, tranquila; esta noche, marido, casa y niños". Le cogió la mano. Fanny Tilhet se acordó. Con la misma vívida impresión que del cartel del bosque que dice: "Aquí, cazadores felices".
Hay algo radical y perturbador en su testimonio. Una intimidad con el Mal hecha de detalles que sólo comparten el verdugo y su víctima. El tacto de una mano que acaba de matar por la espalda a un hombre. Un letrero en el bosque. No está hecho para la policía, sino para la instrucción moral. No aportará nada relevante a Rubalcaba, cuya intimidad con el Mal es la de un yonki y su camello de confianza: nunca se miran a la cara, sino que miran fijamente a la jeringuilla y a la pasta. Uno siempre dice: "Me estoy quitando". El otro: "Ésta te va a gustar". Fanny Tilhet incluso recuerda la sensación en el asiento de atrás de su propio coche, junto a la etarra: "Yo estaba encajonada entre ella y la silla de mi bebé", ha declarado.
También Ortega Lara ha llegado a recordar con ese grado de precisión. En las contadas entrevistas que ha concedido desde que fue liberado de sus torturadores por la Guardia Civil, describe el olor del zulo, el póster de un ocaso caribeño –¿O era el sol que salía?– que colgaba en una de sus paredes, el número de pasos, el orinal, la cena recalentada, las oraciones que le salvaron, los periódicos mutilados, los ejercicios diarios "para no oxidarme", el método por el que calculaba las jornadas, la humedad, la noche y el día iguales y, sin embargo, tan distintos para quien no renuncia a ver... También dice que a veces jugaba al ajedrez –¿O era las damas? Los detalles son solo suyos, integran su inalienable dignidad– con un carcelero a quien nunca vio el rostro.
En realidad, como la joven madre francesa Fanny Tilhet, a la que encapucharon, Ortega Lara encarna la determinación de mirar de frente al Mal, de escrutarlo en su entraña humana. Su testimonio es que el Mal habla, tiene tacto, huele a humedad, es estrecho, se sienta junto a nosotros y nos oprime.
El acervo de las víctimas, todo ese relato de horrores puntillosos, está al servicio de esta lección: ser libres consiste en no dejar de mirar jamás al mal en su familiar diferencia.
Mientras las víctimas han estado haciendo ese trabajo por todos los demás, el trabajo de reconocer el mal en la inmensidad de sus contradictorios detalles, un presidente de España se ha dedicado con toda su ambición a poner a las víctimas una capucha que no puedan quitarse.
En una anotación de sus diarios, Ernst Jünger –igualmente dotado para el detalle de una floración de amapolas en su jardín que para la meditación más radical sobre el ser humano– se pregunta: ¿Dónde me gustaría vivir? Y responde, aproximadamente (cito de memoria): en un país donde pueda escribir y leer cuanto quiera; donde los comercios estén siempre abiertos para quien desee comprar en ellos, y donde haya cementerios en los que los hombres veneren a sus muertos.
Y todavía hay quien, como el catedrático de Filosofía del Derecho, profesor Francisco J. Laporta, propone excluir a las víctimas de la vida pública.
Otro cazador feliz en el bosque del silencio.