LD (Víctor Gago) La madre de todas las batallas de la libertad se libra ahora mismo. Los bárbaros ya han asaltado la ciudadela de la mente, la última frontera del individuo soberano, por el flanco más vulnerable. En efecto, las puertas de la educación no han tardado en abrírseles de par en par. Los centinelas (padres y profes) han sido seducidos por el timo de una humanidad de juguete, instantánea, adquirida sin esfuerzo, gratis total. Una humanidad sin la carga del deber, "nuestra moderna corona de espinas" (T. E. Lawrence).
Moldeada en el culto al instinto y la sumisión a una ciencia de pesos y medidas. Sin sentimientos justos sobre lo que cada cosa merece, con un sentimentalismo compulsivo que aplasta la cosa para que se vea sólo la subjetividad histriónica del que la juzga. Un sentimentalismo de emulación, propio de hooligans o de pollos en una granja. Fertilizante de esclavos, pasto fresco de tiranos, será la humanidad perdida del árbol de la Ley Natural. Una humanidad sin hombres.
En ésas estamos, ahora mismo.
Mientras usted lee este artículo, hay una mayoría de profesores que sigue a pies juntillas el programa educativo del Gobierno y enseña a los niños a no reprimir sus instintos: a machacársela si están calientes como mandriles, o a darle un muerdo al de al lado y después otro a la de la fila de atrás, para saber si se es gay, hetero o bisexual; a despreciar la virtud objetiva, por excluyente de la diversidad cultural; a entronizar el Estado como fuente de los valores únicos y verdaderos; a considerar como científico sólo el conocimiento que reduce las cosas a proporciones fácticas y desdeña sus principios últimos...
Es lo que hay en juego ahora mismo, con Educación para la Ciudadanía y, en general, con la obsesión nada espontánea de la izquierda por la educación.
¿Cómo hemos llegado a esto?
Clive Staples Lewis (Belfast, 1898-Oxford, 1963) lo anticipa con la exactitud de un sextante en La abolición del hombre, una crítica a la experimentación educativa aplicada en los manuales escolares del Reino Unido en la época de entreguerras pero que, leída en la España de Rodríguez Zapatero, resulta el mejor retrato, y también la refutación más lúcida, del experimento educativo actualmente en ciernes.
Lewis es el apologeta cristiano más brillante y leído del siglo XX, si excluimos a varios doctores y pontífices de la Iglesia Católica; en un tiempo en el que, sobre todo a partir de Juan Pablo II, los papas han popularizado la tradición apologética y la han convertido en un género superventas. Screwtape letters (publicado en español con el título de Cartas del diablo a su hijo), El regreso del peregrino y El problema del dolor, entre otros ensayos, siguen la empresa común a toda la obra apologética de Lewis, una misión de doble trayecto: por un lado, fundamentar la Fe en la Razón; por otro, demostrar que el don racional del ser humano se realiza en la contemplación de Dios.
No es sólo que la Fe pueda y deba ser pensada y demostrada con el bagaje racional. Como escolástico clásico aplicado a la observación de las objeciones modernas a la Fe, Lewis sabe también que la única forma de entender el misterio divino es emplear los ojos de la Razón. Para Lewis, la cabeza no está separada del corazón, sino que reside en él y lo gobierna. La facultad racional es la Gracia misma derramada en el corazón humano, que permite conocer a Dios.
El método de Lewis es fielmente tomista. No en vano fue el mejor medievalista de su tiempo en la Academia inglesa y, junto con J. R. Tolkien, del que fue amigo y compañero en Cambridge, renovó la épica y la animalística fantástica a partir de sus vastos conocimientos de la mitología y los bestiarios medievales. Los siete volúmenes de sus Crónicas de Narnia son un alarde de creacionismo mitológico sólo comparable, en la época contemporánea, al valor de El señor de los anillos.
En La abolición del hombre sigue, sin embargo, una estrategia distinta de la apología de la Fe. No es un ensayo sobre la educación cristiana, sino sobre la instrucción de hombres libres conforme a una ley natural cuya racionalidad demuestra, precisamente, en estas páginas. La Ley Natural, prueba Lewis, es anterior a Dios; es
la realidad en la que todas las realidades consisten, el abismo que existía antes que el mismo Creador.
De ahí que escoja un nombre de la tradición oriental, el Tao, para referirse al arquetipo que una educación en la virtud debe perseguir durante la formación de hombres libres y no de animales de granja. Hombres que sólo podrán ser libres si aprenden antes a ser rectos, es decir, a ser humanos.
Lewis defiende una doctrina del valor objetivo que está más allá de las concepciones religiosas y es común a todas las civilizaciones. De hecho, en el apéndice recoge mandatos y prohibiciones que ilustran la Ley Natural y proceden de distintas tradiciones, desde la nórdica a la hindú, desde la egipcia a la helénica y la romana, pasando por la judía, la cristiana o la confucionista.
Su crítica a la educación experimental, manipuladora o progresista no es, en este caso, la de un escritor creyente, sino la de un racionalista que ve la amenaza contra la libertad individual que supone sustituir la Ley Natural de la conducta virtuosa por una naturaleza sin causas últimas en la transmisión del conocimiento; una naturaleza deshumanizada y, por ello, propicia para que unos pocos hombres dominen a la mayoría.
El experimento pedagógico denunciado por Lewis proscribe los sentimientos, por considerarlos respuestas "no racionales" a los hechos, e inculca un orden de valores gobernado por los instintos. Frente a este proyecto de ingeniería social, la "doctrina del valor objetivo" afirma que la racionalidad genuina es la de los sentimientos que obedecen a la Ley Natural. La misión de la educación es enseñar a reconocer y expresar los sentimientos verdaderos. Un sentimiento es verdadero cuando corresponde con una justa aprobación o desaprobación a lo que cada cosa merece.
En eso consiste la fidelidad al Tao o Ley Natural, la conducta virtuosa guiada por el ordo amoris al que se refiere San Agustín: una justicia basada en los sentimientos verdaderos.
Para el pedagogo manipulador, en cambio,
el mundo de los hechos, sin rastro de valor alguno, y el mundo de los sentimientos, sin rastro de verdad y falsedad, justicia o injusticia, se encuentran enfrentados, sin posibilidad de acercamiento.
El resultado de la educación experimental o progresista son "hombres sin corazón". Una sociedad en la que
con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos.
(...)
El manipulador no reconoce principios inmutables, ningún arquetipo natural, como guía de la conducta virtuosa. Su sistema no concibe que el hombre pueda actuar pensando en la posteridad, en la transmisión de un legado de humanidad a las próximas generaciones. Para el innovador, la posteridad es simple instinto de conservación.
(...)
El intento del pedagogo experimentalista por moldear una conducta asentada en el instinto, sin valores naturales; una conducta en la que los hechos son intercambiables y los juicios de valor son subjetivos, se desmorona:
Si nada es evidente en sí mismo, nada se puede demostrar. Del mismo modo, si nada es obligatorio por sí mismo, nada es en absoluto obligatorio.
[En] la tercera parte, titulada "La abolición del hombre", desmonta el mito de la conquista de la naturaleza por el hombre. Para los nuevos planificadores, entre los que se encuentran los educadores progresistas, su proyecto se justifica en el supuesto dominio del hombre sobre la naturaleza. El experimento educativo supone un salto en esa dirección.
El "peldaño final" de esa escalada será asaltar "la naturaleza humana". Mediante "la eugenesia, la manipulación prenatal, la educación y una propaganda basada en la perfecta psicología aplicada" (p. 60), el hombre gozará de un completo dominio de sí mismo. Habrá "arrancado el hilo de la vida de las manos de Cloto".
Sin embargo, una educación y una ciencia desprendidas del Tao o la Ley Natural llevan irremisiblemente no a un dominio sobre la naturaleza, sino al dominio de unos pocos hombres sobre la mayoría, con la naturaleza como instrumento.
Ese estadio final de la perdición de la especie, anuncia Lewis, se alcanzará cuando se den las siguientes condiciones: "Un poder magnificado, un Estado omnicompetente" y "una irresistible tecnología científica". Es ésta una aleación que hoy puede reconocerse sin dificultad detrás del impulso al adoctrinamiento ideológico en las escuelas.
¿No es EpC, acaso, corolario educativo de una sociedad que ha entregado al Estado la libertad a cambio de la seguridad y que descarga en la ciencia la responsabilidad de buscar la Verdad?
El "último peldaño" de la supuesta conquista sobre la naturaleza parece hoy más cerca que cuando Lewis escribió este librito, pero en todo caso los hechos han confirmado que aquél nos advirtió correctamente sobre el rumbo seguido por la civilización.
Lewis tuvo, además, la perspicacia de adelantarse a uno de los argumentos predilectos de los defensores de la educación progresista: tachar de oscurantismo reaccionario todo lo que denuncie la falsedad intrínseca del experimento adoctrinador y su amenaza contra la libertad humana.
Lewis niega que la ciencia tenga que ver con la simple reducción de las cosas a entidades mensurables: "Arrebatar potencia a la naturaleza es también hacer capitular las cosas ante la Naturaleza". La ciencia que pretende verlo todo, que todo sea transparente reduciendo las cosas a pesos y medidas, finalmente, no consigue ver nada. Una ciencia que prescinde de las causas últimas, de su misterio, del fundamento de la humanidad en la Ley Natural, es una coartada para el dominio del hombre por el hombre: "Ver a través de todas las cosas es lo mismo que no ver nada".
Para Lewis, el proyecto de una sociedad desligada del Tao, es decir, deshumanizada, es inviable: o entregamos nuestras prerrogativas humanas en el altar de una Naturaleza como instrumento de poder de unos hombres sobre otros, o bien las retenemos mediante la fidelidad a una Ley Natural que es la Razón práctica de la que dispone el hombre para seguir siendo libre y humano mediante el ejercicio de la virtud. O somos Razón, constituida de valores objetivos, o bien somos "mera materia a amasar y moldear".
Es éste, en fin, un ensayo lleno de luz y poesía sobre la educación, la virtud y la libertad. Ahora bien, en siguientes reimpresiones sería conveniente que la editorial corrigiese algunos errores, de traducción y cita, que afean una en general poco esmerada edición, a la que le falta incluso un simple índice.