Gracias a todos, especialmente a Baltasar Garzón por su invitación a clausurar este curso.
Como ustedes saben, al mediodía de ayer se produjo un grave incendio en el centro de Madrid. Afortunadamente, se saldó sin víctimas y con daños, aunque importantes, inferiores a los que en principio se temieron.
Si comienzo con esta referencia es para poner de relieve que un hecho de naturaleza ordinaria provocó que se disparasen todas las alarmas: probablemente sepan que hubo unos minutos durante los cuales se temió que se hubiese producido un nuevo atentado terrorista en la capital.
No fue así. Pero ese temor, esa sospecha, pusieron de relieve, al tiempo, dos hechos importantes.
Por un lado, que el terrorismo sigue siendo, en el sentir de los españoles, el primero de los problemas de nuestra sociedad. El que, con seguridad, sigue siendo el mejor de los Institutos de Opinión de nuestro país, el Centro de Investigaciones Sociológicas, acredita que así viene siendo en los últimos 25 años, por encima incluso de la preocupación por el nivel de desempleo en nuestro país.
Por otro lado, que esa convicción se ha trasladado a los recursos y servicios públicos en forma tal que reaccionan de inmediato a cualquier riesgo o calamidad que pueda pensarse que deriva de un hecho de esta naturaleza.
En todo caso, saben ustedes que en mi discurso de Investidura prometí que el Gobierno que presidiese tendría como objetivo prioritario la lucha sin cuartel contra el terrorismo, contra cualquier terrorismo, contra todo terrorismo; una lucha en la que emplearíamos todos los recursos de los que pueda dotarse una sociedad democrática.
Hoy reafirmo ante ustedes ese compromiso. Siempre he pensado –también lo dije entonces- que no hay razón en el terrorismo, no hay sentido en el terrorismo, no hay política en el terrorismo. Sólo hay terror, muerte, chantaje. Sólo hay voluntad de someter, de sojuzgar, de destruir la moral de los hombres, de eliminar sus convicciones.
Es una afirmación, creo, que todos podemos y debemos compartir. Es una afirmación con la que sólo pueden estar en desacuerdo quienes participan del terror o quienes pretenden obtener cualquier rentabilidad –política, institucional, económica, mediática, social- del ejercicio del terror por parte de otros.
Es, sin embargo, una afirmación que no siempre está llena de contenidos, que no siempre provoca comportamientos coherentes con ella.
Ocurre con el compromiso antiterrorista algo singularmente curioso: es un terreno en el que conviven una estrategia general compartida en términos teóricos con unas tácticas divergentes en la práctica.
En efecto, en un proceso cuya depuración costó años, lo cierto es que en España hemos llegado a un consenso ampliamente extendido sobre cuáles son los instrumentos para combatir el terrorismo y expulsarlo en forma definitiva de nuestro panorama político y social.
Hemos llegado al acuerdo de que esa lucha exige una potente y continuada actuación por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, una leal cooperación internacional, una sólida unidad de los demócratas, un respeto escrupuloso a la legalidad.
Estos son los principios de la actuación que hemos seguido desde hace ya bastantes años. Ha dado resultados pues, al margen de lo que diré más adelante, lo cierto es que la presión terrorista que la sociedad española ha padecido durante años, al menos esa, ha disminuido en forma radical.
Pero para que la lucha contra el terrorismo tenga realmente éxito, hay que plantearse algunas cosas.
Asegurar una actuación eficaz de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad requiere tesón, paciencia, entrega por su parte, apoyo por los poderes públicos.
Esa actuación eficaz no es posible alcanzarla si se reduce el número de sus efectivos, si se limitan sus dotaciones, si se pretenden salvar responsabilidades políticas desviándolas hacia las Fuerzas de Seguridad.
Esa actuación eficaz tampoco es posible si los miembros de los Cuerpos de Seguridad se encuentran permanentemente sometidos a la sospecha de comportamientos irregulares.
Esa actuación eficaz es igualmente imposible si se utilizan para la lucha antiterrorista medios o instrumentos no previstos para ella.
Lo diré claramente, la guerra y el consiguiente uso de las Fuerzas Armadas para operaciones directas de lucha contra el terrorismo son, a mi juicio, recursos no idóneos para lograr la victoria en este campo.
No lo son porque son medios que no están pensados para una actividad de ese tipo. No lo son porque omiten toda actividad de prevención y evitación del delito. No lo son porque buscan la exterminación del enemigo. Y ni una ni otra cosa son objetivos razonables en una sociedad democrática.
La cooperación internacional se ha convertido en un elemento inexcusable.
El siglo XXI se ha iniciado en medio de un debate sobre la sociedad del riesgo.
Como Ulrich Beck ha señalado, afrontamos riesgos nuevos, riesgos generalizados y riesgos compartidos. Los riesgos nuevos requieren respuestas nuevas, mecanismos novedosos. Los riesgos generalizados exigen respuestas globales. Para responder a los riesgos compartidos necesitamos respuestas comunes y por tanto cooperación en el diagnóstico y en la puesta en práctica de tales respuestas.
Es una reflexión plenamente aplicable a la lucha contra el terrorismo.
Es verdad que no todos los países tienen que afrontar su convivencia colectiva sometidos a la presión del terror. Durante muchos años hemos experimentado un sentimiento de soledad que añadía esa amargura a la herida del terror.
Pero, desde hace un tiempo, todos los países hemos aprendido que la amenaza del terror nos afecta o nos puede alcanzar a todos. Y que sólo la cooperación entre nosotros puede ayudarnos a impedirlo o, al menos, a evitar sus consecuencias sobre nuestra forma de vida.
Si alcanzamos ese convencimiento, lo elemental es diseñar un sistema de relaciones internacionales coherente con ello.
Esto implica, por un lado, comprender de una vez que es imprescindible multiplicar los esfuerzos, las formas y los medios de cooperación al desarrollo.
Del mismo modo, es imprescindible fomentar la extensión, defensa y fortalecimiento de la democracia como sistema que asegura que la convivencia se fundamenta en valores compartidos y no en la ley del más fuerte.
Esto supone fomentar el diálogo, la búsqueda de soluciones pactadas, la apuesta por la solución pacifica de conflictos. Esto supone una opción por la diplomacia preventiva.
Esto implica, también, definir nuestra política exterior en forma que favorezca las relaciones de entendimiento y colaboración con los países que más pueden hacer para ayudarnos en la lucha contra el terrorismo.
No es fácil entender, desde esta perspectiva, una política exterior que nos aleje del núcleo central de la Unión Europea. No es fácil de entender un apolítica exterior que nos aleje o nos enfrente con Marruecos. No es fácil entender una política exterior que dificulte o debilite nuestra complicidad con Francia.
La unidad de los demócratas frente al terrorismo, ha sido el reto esencial al que nos hemos enfrentado las fuerzas políticas españolas. Ha sido también el elemento que ha dado mejores frutos porque ha permitido establecer una línea divisoria que diferenciaba no a izquierda y derecha, no a estatalistas y nacionalistas, sino a demócratas y violentos.
Ajuria-Enea, Madrid, el Pacto por las libertades y contra el terrorismo son los hitos principales de esta historia. Fueron manifestaciones espléndidas del compromiso con la libertad. Pero han tenido que convivir con tentaciones a las que no siempre todos se han sabido resistir.
Porque ha habido confusión voluntaria entre terrorismo y nacionalismo. Porque ha habido utilización electoral y partidista del terrorismo. Porque ha habido acusaciones intolerables de complicidad. Porque ha habido apropiaciones individuales de valores, normas e instituciones que son de todos y que sólo si son de todos conservan su sentido.
En fin, hemos defendido la necesidad de llevar adelante la lucha contra el terrorismo desde la legalidad más estricta.
Es el único camino concebible en democracia.
No tengo el menor reparo en decirlo: la legalidad tomada en serio, la legalidad como estrategia y práctica coherente, constituye a mi juicio y más que nunca el poder de los sin poder.
Pero hay que entenderlo bien: la legalidad sólo lo es si así resulta y se plantea en términos objetivos. No lo es la legalidad a la carta. No lo es la legalidad a posteriori. No lo es la legalidad que diferencia entre lo que es aplicable a “nosotros” y a “ellos”.
Por eso me he manifestado opuesto a iniciativas que se decían planteadas para combatir el terrorismo desde la violación de la legalidad: por eso nos hemos opuesto a la guerra de Irak y hemos sacado a nuestras tropas de ella.
Por eso me he opuesto a todo tipo de “guerra preventiva”: porque la agresión “por si acaso”, porque la agresión para evitar un daño o un peligro que no presenta siquiera ribetes de amenaza real, se escapa de toda consideración, por amplia que se estime, de la legítima defensa.
Respeto, pues, a la legalidad. A toda. Desde luego, y ante todo, a la que impide la puesta en práctica de medios o actuaciones que impliquen, aunque sea en dimensión individual, prácticas atentatorias con principios consolidados de la civilidad. También a la que protege los derechos y libertades de los ciudadanos: de todos, puesto que el derecho a la vida, a la integridad corporal y a la libertad y dignidad presentes en todos los seres humanos, no admite excepciones. Si las asumimos, todos perdemos en nuestra condición humana, todos nos debilitamos, todos nos envilecemos.
Respeto a la legalidad, también, en lo que afecta a la convivencia colectiva. Y esto quiere decir que la lucha contra el terrorismo no puede conllevar el debilitamiento del Estado. Todos perderíamos con ello: especialmente, los más débiles, aquellos que sólo disponen de los recursos del Estado para protegerse y para mantener un proyecto de vida en condiciones de dignidad suficientes. Porque, como ha dicho Dahrendorf, el Estado –el Estado democrático- sigue siendo hoy el único marco en el que es posible defender los derechos humanos y las libertades de todos sin excepción.
Este es el espacio en el que deberíamos entendernos realmente.
Ese es el espacio en el que deberíamos poner en juego todos los recursos para combatir el terror y preservar la convivencia democrática.
Unos recursos que exigen, ante todo, prevención, alerta, disponibilidad.
No es mi propósito terciar en debates de actualidad.
Me limitaré a advertir que bajar la guardia es –lo ha puesto de relieve Richard Clark- la mayor garantía de que el terrorismo consigue sus objetivos.
Esta es la tarea prioritaria para un Gobierno progresista: poner todos los recursos disponibles –humanos, técnicos, económicos, legales- para combatir el terrorismo.
Seguir creyendo que este es un terreno ajeno a los progresistas; seguir creyendo que este es un terreno en el que se mueve mejor la derecha, es un error que la historia demuestra.
Pero, para mí, es algo más: es una renuncia a un compromiso con los intereses de la gente corriente. Y este compromiso es la guía esencial de mi actividad política.
De ahí que hoy reitere la prioridad de mi Gobierno. La que hace, de estos cuatro puntos, los ejes de la agenda progresista en la lucha contra el terrorismo:
1. Unidad de los demócratas, como la que conseguimos con el Pacto Antiterrorista.
2. Respaldo a las Fuerzas de Seguridad con más medios y dotaciones previstos en los presupuestos próximos.
3. Cooperación internacional prioritaria con nuestros vecinos, como la que hemos establecido en menos de tres meses.
4. Respeto a la legalidad, nacional e internacional, con el rechazo a las guerras preventivas que en vez de yugular el terrorismo lo reavivan.